Ulm, Alemania, 1950.
Eran un grupo de diez. Ni uno más
ni uno menos. Habían sido seleccionados en las mejores universidades y
reclutados de una manera un tanto particular: ni la paga ni el reconocimiento posterior
eran valores a tener en cuenta: el amor a la patria, Alemania, que se arrastraba,
con su pueblo diezmado y enfrentado, sus fabricas destruidas, su moneda inexistente
y su orgullo herido. Ese era el motivo por el que todos estaban allí.
El Plan Marshall americano no era más que sal
en la herida: una ayuda sí, pero ¿acaso un pueblo milenario, el germano, debería
ser ayudado por los irreverentes triunfadores de una guerra tan salvaje en los
campos de batalla como en la aun más salvaje política?
Los diez jóvenes talentos eran
especialistas brillantes en diferentes áreas: físicos, químicos, técnicos, matemáticos.
Convivían en un viejo taller que había sido reacondicionado como laboratorio.
La pequeña Ulm, equidistante de las importantes e impiadosamente destruidas Múnich
y Frankfurt, había permanecido casi intacta, impoluta.
Sus calles de aldea medieval, sus
casas bajas, rodeadas de jardines y, sobre todo, una pequeña población agrícola,
constituían el ambiente ideal para llevar adelante los estudios. Ya en 1930 un
grupo de estudiantes había estudiado las conexiones eléctricas del cerebro y su
participación en la inteligencia, en las emociones, y , especialmente, en la
memoria.
Con el nombre de “Fénix” la plana
mayor del gobierno alemán había denominado a la misión que se llevaría a cabo
en Ulm. El gobierno había hecho públicos distintos motivos de aquel proyecto:
estudios de diversa índole, con nombres extrañísimos. Todos ellos constituían la
cascara que cubría al verdadero motivo: “Fénix” estaba a punto de descubrir la
materia química que permitiría hacer algo que el pueblo alemán debería hacer si
quería volver a nacer: la pastilla que permita olvidar.
Sólo olvidando la masacre del
nazismo, la guerra intestina con alemanes asesinos de alemanes, la patria
germana resurgiría nuevamente como el ave que daba nombre a la misión.
Estuvieron cinco largos años desarrollando
diferentes prototipos: se hicieron pruebas en ratas, primero y en chimpancés , después.
Los estudios es ratas consistían en
proporcionar diferentes dosis del medicamento - llamado, en clave, Cv500- a
diferentes ejemplares. Previamente a la aplicación de la medicación, las ratas debían recorrer diferentes senderos, cuan si fuese un laberinto,de los cuales uno solo conducía al preciado trozo de queso. Solo después de varios intentos, encontraban el correcto. Pero lo interesante es que , luego de varios días, las ratas
recordaban el camino indicado y ya no tomaban ningún otro. Con la aplicación del Cv500 las ratas se comportaban
como el primer día y no encontraban la salida.
En chimpancés tuvo resultados
similares, esta evolucionada especie trabajaba con ejercicios mas complejos, recordando obstáculos y salvandolos en las diferentes repeticiones. El efecto fue el mismo que en las ratas: luego de proporcionarles Cv500, volvían a repetir errores, olvidando sus aciertos. Algunos de ellos murieron sin causas demasiado evidentes. (Luego
las autopsias arrojarían resultados que llevaban a pensar en algún tipo extraño
de embolia cerebral)
Por motivos que nunca
trascendieron, el laboratorio de Ulm se incendió una tarde de abril de 1954,
sin que el gobierno alemán de ninguna explicación al respecto.
Jamás se tuvo noticia alguna de
los resultados de “Fénix” ni de ninguno de sus integrantes.
San Martín de los Andes, Argentina, 1970.
En la Chocolatería de Gertrudis
se reunía la flor y la nata del pequeño poblado alpino de los andes argentinos.
Allí sesionaba una especie de consejo ciudadano, cada viernes, con el fin de tratar los
temas que interesaban a la gente. Dos largas mesas de madera de pino, dejaban
lugar, en medio de ellas, a una más pequeña, ocupada por los más ilustres
vecinos. Karl, Jürgen, Frank y Atilio (el único argentino de los “ilustres”) la
ocupaban cada viernes. El poblado se mostraba reticente a aceptar las
decisiones de las autoridades democráticamente elegidas y era común ver en las
reuniones de los viernes al intendente sentado entre los presentes, atento,
para luego trasladar lo resuelto allí, a su ámbito de gobierno. De los tres
alemanes, la voz cantante la llevaba Jürgen. Este era un alto -1,90- y rubio alemán
de unos setenta años. Era, a su vez, dueño de los dos hoteles más importantes
del lugar. Su opinión era respetada por todos y era común ver a la gente acercándose
en busca de su consejo y -muchas veces –
su ayuda. Jürgen –que había enviudado hacia ya diez años y no tenía hijos, vivía
solo en una cabaña contigua a “Los Alces”, uno de sus hoteles.
Fue a fines de octubre cuando se
enteró: el dolor en la ingle que lo tenía a maltraer no era una hernia, Era un cáncer
galopante que había hecho metástasis allí, en su entrepierna. Consultó a todos
los especialistas habidos y por haber, incluso a uno en Alemania, a quien le
envió los resultados de sus exámenes.
Todos coincidieron: tres, a lo
sumo cuatro meses de vida.
Jürgen mantuvo la compostura y
siguió presidiendo las reuniones de los viernes, pese a que su aspecto
desmejoraba a pasos agigantados.
Una noche de enero, poco después de
acostarse, Jürgen murió, acompañado de Atilio, su amigo de más de veinte años, época
en la que este alemán hosco y trabajador
vino a forjarse la vida en este hermoso pueblo.
Se organizó un funeral que tuvo
protocolo oficial. Se lo veló en el centro cívico y la bandera estuvo a media
asta tres días. Antes de morir, Jürgen ordenó sus empresas las que serian
propiedad de una cooperativa presidida por Atilio.
Atilio fue el encargado de vaciar
la cabaña de Jürgen la cual sería destinada a un museo de los Pioneros. Llevó una
semana trasladar todo aquello que no fuese de utilidad: efectos personales, algún
que otro mueble, vajilla, etc.
El motivo de la caída de Atilio –en
la caída se quebró la muñeca- fue una tabla que sobresalía en el pasillo que unía
el baño con la habitación de Jürgen. Al querer volverla a su lugar y casi sin ver
por el dolor, Atilio vislumbró el sobre. Era un sobre grande, doblado para que
quepa en aquella cavidad. De color bordó, con una leyenda en letra de molde: “FENIX”,
en mayúsculas y sin acento. En su interior, cientos de hojas, muchas de ellas
escritas a mano, con cálculos, anotaciones al margen, llamadas…Todo ello en alemán.
Atilio se guardó el sobre y pensó
en verlo más detenidamente cuando su
muñeca curase.
Tres meses después, ya
recuperado, buscando un viejo álbum de fotografías, Atilio se topó con el
sobre. Prefirió no hacerlo ver por nadie del pueblo y lo llevó a Bariloche
donde se lo mostró a Walter, un viejo conocido de Jürgen. Se sentaron en unos
sillones de cuero marrón claro que daban a un ventanal con vista al lago. La
mujer de Walter les sirvió un té con esas típicas macitas con mucha manteca.
Atilio supo que algo importante habría
en el sobre cuando advirtió la cara impávida, lívida de Walter al tomarlo en
sus manos.
Le explicó, a los tumbos,
tartamudeando (Walter no era tartamudo) todo lo referente a “Fénix”, mejor
dicho, todo aquello que cualquiera que hubiese vivido en Alemania sabia de “Fénix”,
lo que pese a ser poco, dejaba entrever una cuota de misterio y horror. Nunca
se supo nada de aquellos jóvenes brillantes ni del incendio del laboratorio.
Decidieron, luego de mucho
cavilar, consultarlo a el hijo de Frank, que, además de hablar perfectamente el
alemán, era bioquímico.
Al volver a San Martin de los
Andes, se reunieron con el joven Matheo. La cara del joven al recorrer las
paginas no distó mucho de la Walter, días atrás.
¿Qué pasa, Matheo?¿Que es Fénix?
El joven les explicó a los viejos todo lo que allí veía, y, lo más importante,
en aquellas anotaciones se dejaba constancia que “Fenix” estaba en su fase
seis. Experimentación con humanos. La fase final.
Buenos Aires, Argentina , 1990
En la reunión en el piso 50 de la
torre “Allure” terminada de construir apenas tres meses atrás y considerado el
edifico más moderno de Latinoamérica, había solo seis personas: cuatro de los más
altos directivos de “Baxxune” , el más importante conglomerado de la industria farmacéutica
del mundo, una joven traductora , de nombre Helena y Matheo. En la reunión se habló,
sin realizar grabación ni escrito, acerca de Cv500, su descubrimiento, su aplicación
en ratas y en chimpancés. Se habló, por supuesto, de lo que un invento de esas características
supondría en la cultura y en la sociedad de los años que corrían. Todos los
medicamentes utilizados en alteraciones de tipo depresivo, desordenes psicológicos
etc que hasta el momento solo cumplían –y bastante pobremente- un paliativo a
dichos desordenes, serian borrados de un plumazo por Cv500: “tomando los
comprimidos de nuestro producto –dijo un americano arrogante de unos cuarenta
años- la persona no sufrirá más: basta de llorar por la muerte de un familiar.
El despido de un trabajo. Un despecho amoroso. Cv500 haría, lisa y llanamente,
olvidar aquel suceso. La persona dejaría de pensar en ello y podría seguir su
vida. Sin efectos colaterales, sin largos e inútiles tratamientos. Sin que las
personas se sometan a medicaciones que los transformaban en zombies…” El
americano hablaba de una manera extrañamente enérgica.
Matheo lo interrumpió: Aun no
hemos realizado las pruebas en humanos ¿se olvidan de ello?
“Por supuesto que no, Querido
Matheo, -terció George, un pelirrojo apenas mayor pero igual de arrogante que
el otro- pero eso es justamente –recalcó-justamente tu tarea ¿no? Nosotros
ponemos la capacidad técnica, la logística, el capital…estos detalles te
concierne a ti”, completó en un
espantoso castellano neutro.
“Ah, Y apúrate…no nos gustaría que
nada malo te pasase…”
Matheo siempre pensó que ,tras la caída
de la camioneta en la que iban Walter y Atilio al lago, dos inviernos atrás, había algo de raro. Ahora lo confirmaba.
Villa Gesell, Argentina, 2010.
En el pequeño poblado de la costa
atlántica se festejaba, cada octubre, la fiesta de la raza. Diversas
colectividades ofrecían sus productos y la ciudad explotaba con miles de jóvenes
que venían a divertirse, ocupando sus numerosos campings e incluso sus playas.
Eloy tenía 25 años. Estudiaba
arquitectura en la Capital y había llegado
allí arrastrado por un grupo de amigos. Hacia un año había cortado una relación
con Victoria, una joven compañera de estudios con la que había noviado por casi tres años. El último año de estudios había resultado un camino muy difícil de
recorrer para él. No podía mantener la concentración. En el grupo
de estudios , primero bromeaban y luego comenzaron a preocuparse con sus distracciones
y posterior depresión. Amaba a esa mujer como a nadie nunca y perderla
significó una barrera que aun no había podido superar. Para colmo, antes de
salir hacia Villa Gesell, una compañera de las que nunca faltan lo anotició de
lo peor: Victoria está saliendo con un chico, Eloy.
Fue al segundo día de haber
llegado, en la playa: Tino, un compañero de estudios que tenía un hermano estudiando
medicina le dijo: “¿Se enteraron?¿Saben que están terminando de desarrollar una
pastilla que va a revolucionar la medicina?
¡ Y la hace Baxxunne…casi nada no!
¿Y para qué es, preguntó Fito?
Es una pastilla para olvidar,
Flaco ¿Sabes lo que es eso? ¡una genialidad!
¿Olvidar?, preguntó Eloy
¿Olvidar?
Poco importó que le explicasen
que estaban pagando en euros por una prueba de tres días, que era en el mejor
hotel de Pinamar, que había numerosos premios, ni muchas cosas más…Eloy no
necesitaba que le expliquen nada.
La pastilla era color naranja,
apenas más grande que una aspirina.
Eloy hizo una sola pregunta: ¿Cómo
saben que solo me voy a olvidar de ella?
Le explicaron que se quede
tranquilo, que ya estaba estudiado, que había una relación directa entre los
centros del dolor y de la angustia y los recuerdos etc. etc. etc.
Lo acostaron en una camilla cómoda,
casi un sillón. Una gran televisión mostraba un paisaje, hermoso, y un salmón
que serpenteaba el aire, trepando una cascada, sin volumen.
La tragó y esperó. Se durmió un
rato que luego le dijeron había sido una hora.
El salmón seguía serpenteando.
Bajó en el ascensor, solo, previo
quedar en volver a la tarde siguiente.
Recordaba cada detalle, sus amigos,
la ciudad, el viaje. Sin embargo no recordaba porque estaba en aquél edificio,
ni que había hecho allí.
Cenó liviano y se acostó a
dormir. Cerró sus ojos. Sintió una brisa suave y tibia . Estaba desnudo en
medio de un gran salón, sobre una alfombra mullida. Una fuente con frutas
estaba a su lado. Se escuchaba un instrumento que él creyó una citara y se olía a lavandas, aunque él no pudo ver ninguna.
La vio venir, con una túnica blanca
que dejaba ver uno de sus hombros y se acomodaba entre sus piernas al caminar. Su pelo , lacio, caía
a ambos lados de su cara . Su piel era tersa y brillante.
La mujer se arrodilló a su lado. Le
tomó la cara entre sus manos. Lo besó suavemente en sus labios, primero, en sus
mejillas, después. Bordeó sus ojos con su lengua. Le dijo algo al oído. Lo
abrazó y se acostó a su lado.
Él, Eloy, mientras tocaba con su
dedo índice la comisura de sus labios, le dijo:”Victoria, Amor”.
Encontraron a Eloy muerto en su
cama. (Un policía anotó en su pequeña libreta: “el joven fallecido se
encontraba en posición fetal, abrazándose a sí mismo, con una extraña sonrisa
en sus labios y una foto de mujer estrujada en su mano izquierda)
En las oficinas de Baxxunne nadie
dio ninguna explicación. Ni de Fénix ni
de Cv500.
Matheo apareció ahorcado en la habitación de su hotel. Entre sus pertenencias
encontraron dos bolígrafos, sus documentos, unos anteojos de sol y un sobre
bordó.