viernes, 3 de enero de 2014

Fénix




Ulm, Alemania, 1950.



Eran un grupo de diez. Ni uno más ni uno menos. Habían sido seleccionados en las mejores universidades y reclutados de una manera un tanto particular: ni la paga ni el reconocimiento posterior eran valores a tener en cuenta: el amor a la patria, Alemania, que se arrastraba, con su pueblo diezmado y enfrentado, sus fabricas destruidas, su moneda inexistente y su orgullo herido. Ese era el motivo por el que todos estaban allí.
 El Plan Marshall americano no era más que sal en la herida: una ayuda sí, pero ¿acaso un pueblo milenario, el germano, debería ser ayudado por los irreverentes triunfadores de una guerra tan salvaje en los campos de batalla como en la aun más salvaje política?
Los diez jóvenes talentos eran especialistas brillantes en diferentes áreas: físicos, químicos, técnicos, matemáticos. Convivían en un viejo taller que había sido reacondicionado como laboratorio. La pequeña Ulm, equidistante de las importantes e impiadosamente destruidas Múnich y Frankfurt, había permanecido casi intacta, impoluta.
Sus calles de aldea medieval, sus casas bajas, rodeadas de jardines y, sobre todo, una pequeña población agrícola, constituían el ambiente ideal para llevar adelante los estudios. Ya en 1930 un grupo de estudiantes había estudiado las conexiones eléctricas del cerebro y su participación en la inteligencia, en las emociones, y , especialmente, en la memoria.
Con el nombre de “Fénix” la plana mayor del gobierno alemán había denominado a la misión que se llevaría a cabo en Ulm. El gobierno había hecho públicos distintos motivos de aquel proyecto: estudios de diversa índole, con nombres extrañísimos. Todos ellos constituían la cascara que cubría al verdadero motivo: “Fénix” estaba a punto de descubrir la materia química que permitiría hacer algo que el pueblo alemán debería hacer si quería volver a nacer: la pastilla que permita olvidar.
Sólo olvidando la masacre del nazismo, la guerra intestina con alemanes asesinos de alemanes, la patria germana resurgiría nuevamente como el ave que daba nombre a la misión.
Estuvieron cinco largos años desarrollando diferentes prototipos: se hicieron pruebas en ratas, primero y en chimpancés , después.
Los estudios es ratas consistían en proporcionar diferentes dosis del medicamento - llamado, en clave, Cv500- a diferentes ejemplares. Previamente a la aplicación de la medicación, las ratas debían recorrer diferentes senderos, cuan si fuese un laberinto,de los cuales uno solo conducía al preciado trozo de queso. Solo después de varios intentos, encontraban el correcto. Pero lo  interesante es que , luego de varios días, las ratas recordaban el camino indicado y  ya no tomaban ningún otro. Con  la aplicación del Cv500 las ratas se comportaban como el primer día y no encontraban la salida.
En chimpancés tuvo resultados similares, esta evolucionada especie trabajaba con ejercicios mas complejos, recordando obstáculos y salvandolos en las diferentes repeticiones. El efecto fue el mismo que en las ratas: luego de proporcionarles Cv500, volvían a repetir errores, olvidando sus aciertos. Algunos de ellos murieron sin causas demasiado evidentes. (Luego las autopsias arrojarían resultados que llevaban a pensar en algún tipo extraño de embolia cerebral)
Por motivos que nunca trascendieron, el laboratorio de Ulm se incendió una tarde de abril de 1954, sin que el gobierno alemán de ninguna explicación al respecto.
Jamás se tuvo noticia alguna de los resultados de “Fénix” ni de ninguno de sus integrantes.  






San Martín de los Andes, Argentina, 1970.




En la Chocolatería de Gertrudis se reunía la flor y la nata del pequeño poblado alpino de los andes argentinos. Allí sesionaba una especie de consejo ciudadano, cada viernes, con el fin de tratar los temas que interesaban a la gente. Dos largas mesas de madera de pino, dejaban lugar, en medio de ellas, a una más pequeña, ocupada por los más ilustres vecinos. Karl, Jürgen, Frank y Atilio (el único argentino de los “ilustres”) la ocupaban cada viernes. El poblado se mostraba reticente a aceptar las decisiones de las autoridades democráticamente elegidas y era común ver en las reuniones de los viernes al intendente sentado entre los presentes, atento, para luego trasladar lo resuelto allí, a su ámbito de gobierno. De los tres alemanes, la voz cantante la llevaba Jürgen. Este era un alto -1,90- y rubio alemán de unos setenta años. Era, a su vez, dueño de los dos hoteles más importantes del lugar. Su opinión era respetada por todos y era común ver a la gente acercándose en busca de su consejo y  -muchas veces – su ayuda. Jürgen –que había enviudado hacia ya diez años y no tenía hijos, vivía solo en una cabaña contigua a “Los Alces”, uno de sus hoteles.
Fue a fines de octubre cuando se enteró: el dolor en la ingle que lo tenía a maltraer no era una hernia, Era un cáncer galopante que había hecho metástasis allí, en su entrepierna. Consultó a todos los especialistas habidos y por haber, incluso a uno en Alemania, a quien le envió los resultados de sus exámenes.
Todos coincidieron: tres, a lo sumo cuatro meses de vida.
Jürgen mantuvo la compostura y siguió presidiendo las reuniones de los viernes, pese a que su aspecto desmejoraba a pasos agigantados.
Una noche de enero, poco después de acostarse, Jürgen murió, acompañado de Atilio, su amigo de más de veinte años, época en la que  este alemán hosco y trabajador vino a forjarse la vida en este hermoso pueblo.
Se organizó un funeral que tuvo protocolo oficial. Se lo veló en el centro cívico y la bandera estuvo a media asta tres días. Antes de morir, Jürgen ordenó sus empresas las que serian propiedad de una cooperativa presidida por Atilio.
Atilio fue el encargado de vaciar la cabaña de Jürgen la cual sería destinada a un museo de los Pioneros. Llevó una semana trasladar todo aquello que no fuese de utilidad: efectos personales, algún que otro mueble, vajilla, etc.
El motivo de la caída de Atilio –en la caída se quebró la muñeca- fue una tabla que sobresalía en el pasillo que unía el baño con la habitación de Jürgen. Al querer volverla a su lugar y casi sin ver por el dolor, Atilio vislumbró el sobre. Era un sobre grande, doblado para que quepa en aquella cavidad. De color bordó, con una leyenda en letra de molde: “FENIX”, en mayúsculas y sin acento. En su interior, cientos de hojas, muchas de ellas escritas a mano, con cálculos, anotaciones al margen, llamadas…Todo ello en alemán.
Atilio se guardó el sobre y pensó en verlo más detenidamente cuando  su muñeca curase.

Tres meses después, ya recuperado, buscando un viejo álbum de fotografías, Atilio se topó con el sobre. Prefirió no hacerlo ver por nadie del pueblo y lo llevó a Bariloche donde se lo mostró a Walter, un viejo conocido de Jürgen. Se sentaron en unos sillones de cuero marrón claro que daban a un ventanal con vista al lago. La mujer de Walter les sirvió un té con esas típicas macitas con mucha manteca.
Atilio supo que algo importante habría en el sobre cuando advirtió la cara impávida, lívida de Walter al tomarlo en sus manos.
Le explicó, a los tumbos, tartamudeando (Walter no era tartamudo) todo lo referente a “Fénix”, mejor dicho, todo aquello que cualquiera que hubiese vivido en Alemania sabia de “Fénix”, lo que pese a ser poco, dejaba entrever una cuota de misterio y horror. Nunca se supo nada de aquellos jóvenes brillantes ni del incendio del laboratorio.
Decidieron, luego de mucho cavilar, consultarlo a el hijo de Frank, que, además de hablar perfectamente el alemán, era bioquímico.

Al volver a San Martin de los Andes, se reunieron con el joven Matheo. La cara del joven al recorrer las paginas no distó mucho de la Walter, días atrás.
¿Qué pasa, Matheo?¿Que es Fénix? El joven les explicó a los viejos todo lo que allí veía, y, lo más importante, en aquellas anotaciones se dejaba constancia que “Fenix” estaba en su fase seis. Experimentación con humanos. La fase final.








Buenos Aires, Argentina , 1990






En la reunión en el piso 50 de la torre “Allure” terminada de construir apenas tres meses atrás y considerado el edifico más moderno de Latinoamérica, había solo seis personas: cuatro de los más altos directivos de “Baxxune” , el más importante conglomerado de la industria farmacéutica del mundo, una joven traductora , de nombre Helena y Matheo. En la reunión se habló, sin realizar grabación ni escrito, acerca de Cv500, su descubrimiento, su aplicación en ratas y en chimpancés. Se habló, por supuesto, de lo que un invento de esas características supondría en la cultura y en la sociedad de los años que corrían. Todos los medicamentes utilizados en alteraciones de tipo depresivo, desordenes psicológicos etc que hasta el momento solo cumplían –y bastante pobremente- un paliativo a dichos desordenes, serian borrados de un plumazo por Cv500: “tomando los comprimidos de nuestro producto –dijo un americano arrogante de unos cuarenta años- la persona no sufrirá más: basta de llorar por la muerte de un familiar. El despido de un trabajo. Un despecho amoroso. Cv500 haría, lisa y llanamente, olvidar aquel suceso. La persona dejaría de pensar en ello y podría seguir su vida. Sin efectos colaterales, sin largos e inútiles tratamientos. Sin que las personas se sometan a medicaciones que los transformaban en zombies…” El americano hablaba de una manera extrañamente enérgica.
Matheo lo interrumpió: Aun no hemos realizado las pruebas en humanos ¿se olvidan de ello?
“Por supuesto que no, Querido Matheo, -terció George, un pelirrojo apenas mayor pero igual de arrogante que el otro- pero eso es justamente –recalcó-justamente tu tarea ¿no? Nosotros ponemos la capacidad técnica, la logística, el capital…estos detalles te concierne  a ti”, completó en un espantoso castellano neutro.
“Ah, Y apúrate…no nos gustaría que nada malo te pasase…”
Matheo siempre pensó que ,tras la caída de la camioneta en la que iban Walter y Atilio al lago, dos inviernos atrás, había algo de raro. Ahora lo confirmaba.







Villa Gesell, Argentina, 2010.





En el pequeño poblado de la costa atlántica se festejaba, cada octubre, la fiesta de la raza. Diversas colectividades ofrecían sus productos y la ciudad explotaba con miles de jóvenes que venían a divertirse, ocupando sus numerosos campings e incluso sus playas.
Eloy tenía 25 años. Estudiaba arquitectura en la Capital y  había llegado allí arrastrado por un grupo de amigos. Hacia un año había cortado una relación con Victoria, una joven compañera de estudios con la que había noviado por casi tres años. El último año de estudios había resultado un camino muy difícil de recorrer para él. No podía mantener la concentración. En el grupo de estudios , primero bromeaban y luego comenzaron a preocuparse con sus distracciones y posterior depresión. Amaba a esa mujer como a nadie nunca y perderla significó una barrera que aun no había podido superar. Para colmo, antes de salir hacia Villa Gesell, una compañera de las que nunca faltan lo anotició de lo peor: Victoria está saliendo con un chico, Eloy.




Fue al segundo día de haber llegado, en la playa: Tino, un compañero de estudios que tenía un hermano estudiando medicina le dijo: “¿Se enteraron?¿Saben que están terminando de desarrollar una pastilla que va a revolucionar la medicina?  ¡ Y la hace Baxxunne…casi nada no!
¿Y para qué es, preguntó Fito?
Es una pastilla para olvidar, Flaco ¿Sabes lo que es eso? ¡una genialidad!
¿Olvidar?, preguntó Eloy ¿Olvidar?
Poco importó que le explicasen que estaban pagando en euros por una prueba de tres días, que era en el mejor hotel de Pinamar, que había numerosos premios, ni muchas cosas más…Eloy no necesitaba que le expliquen nada.


La pastilla era color naranja, apenas más grande que una aspirina.
Eloy hizo una sola pregunta: ¿Cómo saben que solo me voy a olvidar de ella?
Le explicaron que se quede tranquilo, que ya estaba estudiado, que había una relación directa entre los centros del dolor y de la angustia y los recuerdos etc. etc. etc.
Lo acostaron en una camilla cómoda, casi un sillón. Una gran televisión mostraba un paisaje, hermoso, y un salmón que serpenteaba el aire, trepando una cascada, sin volumen.
La tragó y esperó. Se durmió un rato que luego le dijeron había sido una hora.
El salmón seguía serpenteando.
Bajó en el ascensor, solo, previo quedar en volver a la tarde siguiente.
Recordaba cada detalle, sus amigos, la ciudad, el viaje. Sin embargo no recordaba porque estaba en aquél edificio, ni que había hecho allí.
Cenó liviano y se acostó a dormir. Cerró sus ojos. Sintió una brisa suave y tibia . Estaba desnudo en medio de un gran salón, sobre una alfombra mullida. Una fuente con frutas estaba a su lado. Se escuchaba un instrumento que él creyó una citara y se olía a lavandas, aunque él no pudo ver ninguna.
La vio venir, con una túnica blanca que dejaba ver uno de sus hombros y se acomodaba entre  sus piernas al caminar. Su pelo , lacio, caía a ambos lados de su cara . Su piel era tersa y brillante.
La mujer se arrodilló a su lado. Le tomó la cara entre sus manos. Lo besó suavemente en sus labios, primero, en sus mejillas, después. Bordeó sus ojos con su lengua. Le dijo algo al oído. Lo abrazó y se acostó a su lado.
Él, Eloy, mientras tocaba con su dedo índice la comisura de sus labios, le dijo:”Victoria, Amor”.




Encontraron a Eloy muerto en su cama. (Un policía anotó en su pequeña libreta: “el joven fallecido se encontraba en posición fetal, abrazándose a sí mismo, con una extraña sonrisa en sus labios y una foto de mujer estrujada en su mano izquierda)  

En las oficinas de Baxxunne nadie dio ninguna explicación. Ni  de Fénix ni de Cv500.


Matheo apareció ahorcado en la  habitación de su hotel. Entre sus pertenencias encontraron dos bolígrafos, sus documentos, unos anteojos de sol y un sobre bordó.