miércoles, 30 de octubre de 2013

Días de piel.



Mientras tomaba un café con un amigo, en una apenas nublada –aunque ya calurosa- tarde de septiembre, lo sentí por primera vez: era un dolor leve, casi imperceptible en el hombro derecho. Me toqué varias veces, como masajeandome, mientras escuchaba a mi amigo hablar y, de fondo, el cotorreo incansable de un grupo de cinco mujeres sentadas en una mesa contigua.”Habrá sido un  mal movimiento, pensé”. Al llegar a casa busqué en una caja plástica que hacía las veces de botiquín, algún analgésico. Lo tomé con un vaso de agua helada. Mientras lo tomaba, me di cuenta de la sed que tenía y me pregunté por qué no había bebido nada antes.
Me levanté sin rastro alguno del dolor en el hombro.
Transcurrió la mañana –y la semana- con la monotonía habitual. Trabajar, ir a casa, cocinar, ver televisión, comer, limpiar, dormir.
Días después, al  querer colocar una fuente en la alacena, un dolor punzante casi me hace gritar. Esta vez era en el antebrazo derecho. Moví durante casi media hora mi mano de arriba hacia abajo, con mi brazo apoyado  en el apoya brazos de mi gastado sillón.
Me fui a dormir sin ningún dolor. Pensé –igualmente- tomar otro analgésico (aun quedaban cinco comprimidos), pero finalmente no lo hice.

Pasaron varios meses antes de sentirlo nuevamente. Esta vez el dolor apareció en una pierna, a la altura de la pantorrilla y sin razón aparente. No recordaba haber hecho movimiento alguno que pudiese haber provocado aquel dolor. Estuve rengueando un par de días, hasta que decidí ver al doctor. 
La secretaria ,que distaba mucho de ser la típica cincuentona cascarrabias, era - en cambio - una atractiva señorita de unos treinta años que , sin embargo , parecía estar aprendiendo velozmente los principios básicos de toda secretaria : cara de pocos amigos, una capacidad admirable de hablar por teléfono con amigas durante el horario de trabajo y una palabra a flor de labios: no.
Apelé a un amigo en común y dio resultado: el doctor me vería esa misma tarde, entre turnos.
Me presenté al consultorio con media hora de antelación aun sabiendo que a la atractiva señorita esto le importaría poco y nada. Dicho y hecho: espere más de una hora hasta escuchar mi nombre.
EL doctor me revisó exhaustivamente. Doblaba mi pierna, la apretaba. Clavaba sus dedos daga en mis músculos  a la vez que preguntaba:¿Duele?
No hubo ningún rastro del dolor que apenas unas horas antes apenas me dejaba caminar.
Quedamos en que, si volvía a sentir algún tipo de dolor, podría concurrir sin turno previo a visitarlo.

Cuatro días después escuché un ruido mientras dormitaba en mi sillón, me paré rápidamente, asustado. Resultó ser una maquina de cortar pasto que el vecino había encendido y que había hecho una extraña explosión. Esta vez sentí un dolor en la entrepierna, casi en el muslo.
Otra vez al médico, otra vez ningún dolor. Exámenes de rigor. Placas radiográficas, evaluaciones varias y hasta una tomografía. Nada de nada.


Fueron casi nueve meses de apariciones de dolores, en varias partes, siempre distintas, de mi cuerpo. Una vez mi oreja derecha estuvo doliéndome durante tres eternos días.

Hasta que el 29 de noviembre, un día que amaneció con un hermoso sol que anunciaba el cercano  verano , volví a sentirlo. Me levanté con gran esfuerzo de la cama y fui al baño. Me paré frente al espejo y allí lo vi: por sobre mis costillas,en mi pecho, del lado izquierdo. Sin poder creer lo que veía, restregué mis ojos varias veces, pero seguía allí: Como un tatuaje, nítido, de contornos perfectamente delineados, allí estaba él: el dolor.
Me miré varias veces, reflejado en el espejo, mientras pasaba mi mano sobre él: 
Allí estaba.  
Se leía claramente, eran las letras, las letras de su nombre, el nombre de ella.




En memoria de los tantos días de risas y sonrisas, de compartir, de enseñar y de aprender.
En mi , sólo hay lugar para el ensueño y el soñar.
Días de piel.