sábado, 5 de octubre de 2013

Mi mejor nado.

Mientras el sol se reflejaba en el asfalto del camino que bordeaba la costa, miraba, entrecerrando los ojos, la espuma de las olas que rompían contra las rocas. Eran las cinco de la tarde de un verano ardiente, con perros jadeantes buscando sombras, ropas transpiradas y algún que otro auto con el motor desfalleciendo.
La gente se apiñaba en las playas y, desde allí, parecían hormigas, aunque mucho mas desordenadas. El mar  tenía un color grisáceo copiando algunas nubes que presagiaban tormentas. Ambas, las nubes y las olas, eran desparejas y se movían en diferentes direcciones, confirmándome  que, si no me apuraba, la lluvia se encargaría de terminar de mojar lo poco de mi cuerpo que quedaba seco de sudor.
Apuré el paso. Un grito de mujer me sobresaltó y miré hacia donde pensé que venía. Unos cien metros más allá, en una escollera, una joven rubia vestida con un traje como el que suelen usar los que hacen surf, agitaba sus manos y gritaba. Señalaba hacia el mar. A unos cincuenta metros de la mujer, flotaba lo que parecía un joven, también con uno de aquellos trajes, este de color negro y amarillo. Varias personas rodeaban a la mujer y noté que se acercaban, corriendo, los que supuse serian los rescatistas. Y supuse aquello, porque ,aunque nada los identificaba, -no llevaban salvavidas, ni remeras ni nada parecido-, solo unos shorts celestes,sin embargo, la gente les abrió paso, lo que me confirmó aquella suposición. 
Me acerqué a una pared bajita que bordeaba el camino y me senté a mirar.
Las olas golpeaban cada vez más fuerte contra las rocas que formaban la escollera en donde estaba aquella gente. Ya serian unos cincuenta o un poco más. El joven seguía flotando. Noté que estaba casi inmóvil. Las olas lo zarandeaban, de un lado al otro y su cabeza se movía, como si estuviese suelta del cuerpo. Sus manos estaban quietas, aunque  –pensé- debía estar moviendo las piernas, sino se hubiese hundido irremediablemente. Los rescatistas no se arrojaban al mar. Desde donde estaba, yo veía, claramente, como discutían con la joven rubia, quien gesticulaba y movía sus brazos.
Me paré y comencé a caminar hacia allí. Ni bien llegué comprendí lo que pasaba: los rescatistas no se iban a arrojar, el mar estaba demasiado peligroso aún para ellos. Según me pareció escuchar, estaban esperando un helicóptero que ya habían llamado. “No va a aguantar, no va a aguantar”, gritaba la rubia,con su cara roja de llanto y de bronca.
Me acerqué al borde de la escollera. Era una gran vereda construida sobre rocas muy grandes. Estas rocas la bordeaban y eran ellas las que soportaban el embate del mar. Desde allí  en el borde, donde yo estaba, el mar se disfrazaba de monstruo todopoderoso. Gotas de agua, helada,  me empapaban. El joven aparecía y desaparecía tras las olas."No va a aguantar", pensé. Dejé las ojotas sobre el borde, y me quité la remera, apoyándola sobre ellas. Una niña estaba a mi lado y me miraba. Le di mi reloj. Me subí a una piedra, y luego a otra, y luego bajé hacia otra, ya próximo al mar. El murmullo se había transformado en bramido y las gotas en baldazos. Escuché que los rescatistas me gritaban algo. Miré al joven, dentro del mar. Esperé a que llegase una ola grande y me arrojé cuando esta se volvía hacia el mar. El agua no era agua, sino una infinita acumulación de burbujas que lo impedían todo. Nadar no me era extraño, lo hice desde niño. Nadé en piletas, en ríos y en el mar, claro. Pero jamás en un mar como aquel. El de aquella tarde color gris. No pude avanzar ni un palmo durante unos minutos, hasta que una ola me levantó y me arrojó contra una roca. Sentí el golpe en mi hombro izquierdo, y un calor insoportable. Toqué mi clavícula partida y comprendí a los rescatistas. Empujé con fuerza, con ambos pies, y, de repente, sentí el agua entibiarse, y mi cara sumergirse, cortándola, y me sentí nadar mi mejor nado, con las piernas ágiles,  livianas, acariciando el agua y empujándome, mis brazos entendiéndose  con ella y avanzando, mientras mis pulmones se olvidaban del aire y de mi.
Llegué al muchacho, por detrás de él. Lo tomé del pelo, levantándole la cabeza. Me miró con ojos de vencido. De su boca salía una espuma parecida a la del mar. No me abrazó, y ello me preocupó. Sabía que esa era una reacción normal en alguien que cree que va a morir.
Le dije algunas cosas, solo para que me conteste. Coloqué mi brazo derecho –el que podía mover sin dolor- y comencé a mover mis piernas. Mantenernos a flote era lo único que podía pretender.
No había señales del helicóptero y, desde allí, desde el mar, no podíamos ver la costa, que se escondía detrás de la estela de espuma.
Floté unos minutos que parecieron vidas. Comencé a recordar ,sin querer, algunas cosas. Algunas, importantes momentos de mi vida, otras eran tan insignificantes, tan mundanas, que me hicieron sonreír y, al sonreír,  pensar sí ,después de todo, la muerte no sería esto. Esto y nada mas. 
Recordé un almohadón  con una tela a cuadros que mi abuela tenia sobre su cama; estaba tejido -aunque este dato puede ser erróneo-  al crochet. Mi abuela tejía todo al crochet. El papel de un chocolate, arrugado, en un rincón del garage de mi casa de niño. Recordé, también  un beso. Y me partió el corazón sentir en mi mejilla la caricia de una mujer que ya no me amaba y que no olvidaré. 
Todo tan diferente a las cosas esenciales que uno supone debería recordar en una instancia como aquella…
Me golpeó un salvavidas que arrojaron desde un bote de goma.
Quedó muy cerca mio. Estiré mi brazo doliente y lo tomé. Nos subieron al bote. El muchacho estaba bien. Nos cubrieron con toallas. Al llegar a la costa, la mujer se abalanzó sobre el joven, pero fue contenida por los rescatistas. La niña con mi reloj me miraba. Volví a sonreír.



Tamborileé los dedos  de mi mano izquierda y golpeé una taza con la lapicera que tenía en mi otra mano. Miré el reloj de la pared de la oficina.
Las tres. Hora de irse a casa. Hora de dejar de soñar vidas ajenas.