lunes, 20 de mayo de 2013

Aniceto


Aniceto fue mi abuelo. Utilizar el verbo en pasado es típico del español, no así de otros idiomas y lenguajes que abrevan igualmente del latín pero con mas afinidad con el alemán , como el ingles, que tienen la particularidad de que a algunos cargos, por ejemplo, los presidentes, se refieren siempre en presente (reemplazando nuestro muchas veces ingrato “ex” por el  más amable “former”, que  da la idea de anterior o precedente) e , inclusive, mantienen las normas de protocolo y privilegios como al presidente actualmente en el cargo. Cualquier persona que se cruza con un “ex” presidente lo saludaría con un: Good morning, Mr. President.

Podría decir, entonces, que Aniceto es mi abuelo.

Son muy extraños los recuerdos que tengo de él. Son muchos, pero que no guardan un hilo conductor, ni siquiera cronológico. Aislados, breves, se presentan en mí no como una película, sino como un desordenado y viejo álbum de fotografías.
No estoy en condiciones de realizar una biografía de él. Como mis recuerdos, los datos que tengo de él –me refiero a su pasado no compartido conmigo- son  pocos, relatados por mi madre, de manera que enumerarlos es bastante sencillo. Intentaré hacerlo de manera ordenada.

Con semejante nombre casi esta demás aclarar que Aniceto nació en España. Tengo entendido que en León. Y que después su familia se traslado a Segovia.  Vino a la Argentina con apenas doce años corrido por el hambre que se hacía grito en una  destrozada Europa. Y aquí viene  el primer recuerdo que tengo de él, imborrable: Sus padres lo eligieron entre sus hermanos para venir a la Argentina, donde vivía un lejanísimo tío, ya que ellos no podían darle de comer. Imaginar siquiera aquel momento siempre fue sobrecogedor para mí. El dolor de aquellos padres al tomar aquella decisión. Su dolor al saberse elegido. “Tenían para darle de comer a sus hermanos ¿y no tenían para darle a uno más? ¡Dejáte de joder! Es la opinión casi unánime de todo aquel al que alguna vez le he contado esto. “¡Yo ni loco mando a un hijo solo a los doce años ni a la esquina!, termina más de uno, indignado.
Vaya uno a saber que pasaba por la cabeza de aquellos padres, lo cierto es que así partió Aniceto ,en barco, claro.  Creo que el viaje duró como un mes, imagínense en que camarotes… ¿Cuánto habrá llorado Aniceto en aquel barco? ¿Cuánto? En una foto que nunca vi, Aniceto está sentado, con pantalones cortos, tomándose las rodillas, en un pasillo del barco, con nadie alrededor.



En esta otra foto, Aniceto esta lavándose los pies. Tiene una musculosa blanca y un pantalón gris ,remangado,con un cinto negro, finito. Tenía un gallinero en los fondos de su casa y una pequeña huerta. Un galpón en un costado y dentro de él, una pileta profunda, de cemento. Es una calurosa tarde de verano y yo estoy sentado sobre una pequeña sillita, a la sombra de una parra. Aniceto se acerca a la pileta, levanta una pierna y se lava los pies con jabón blanco, el mismo de lavar la ropa, con vigor. Mientras lo hace silba. Lo hace con los labios cerrados, entre dientes, bien bajito. No recuerdo que silbaba, seguramente un tango.






En una foto en color sepia, con los bordes recortados,como formando un marco, como se usaba entonces, Aniceto está abrazado a dos personas, dos hombres. Son compañeros de trabajo en un mercado del centro de la ciudad. Uno es el verdulero, el otro –creo- un ayudante. Aniceto era el carnicero y vestía un delantal blanco , inmaculado. De fondo, una media res colgaba de un gancho y llegaba a verse una pesada puerta de madera con un gran manija brillante. Era la cámara frigorífica que se encargaba de mantener la carne fresca y se encargaría de destrozarle la salud a Aniceto.
En el lugar en donde estaba ese mercado hoy hay una casa de ropa de hombres.





En una foto, ya en colores, Aniceto, de unos cincuenta años, posa parado delante de un Renault Gordini rojo .Una línea blanca bordeada de una bagueta cromada cruzaba cada uno de sus laterales. Tengo entendido que lo compró cero kilómetro  Y también tengo entendido que lo chocó tantas veces, en tan poco tiempo y de maneras tan insólitas, que Aniceto se dio cuenta que conducir no era para él.






En esta otra foto estoy yo con una radio marca Spica, con una funda de cuero con el frente lleno de agujeritos por los que salía el sonido y una antena retráctil que era toda una novedad. La escuchaba horas y horas mientras lo veía atender el kiosco que había abierto en el garaje de su casa, una vez que la edad y su espalda de huesos cansados de pesadas  medias reses y del frío impiadoso de la cámara frigorífica, le habían impedido seguir con aquel trabajo.

El kiosco tenía una ventanita para atender después de hora y se cerraba con un viejo portón blanco que corría por unas roldanas, empujado por sus todavía fuertes manazas. Aniceto no acompañaba al portón. Lo empujaba desde el fondo del garaje y eso era suficiente para que llegue al otro extremo.
Así fue la tarde en la que yo estaba parado en ese otro extremo, con pequeñísimos dos años, y el portón brutal aplastó mi meñique derecho, cortándomelo. Dicen que debí usar una gasa rellena de algodón, del tamaño del que sería mi dedo, durante varios meses, porque al sacármela lloraba sin parar. Ese llanto no sería nada comparado con el de Aniceto, que lloraba cada vez que recordaba aquella tarde. Inútil fue decirle, una y otra vez, que no pasaba nada, que muy útil el meñique la verdad no era y tantas otras cosas por el  estilo. Aniceto lloraba igual, mientras tomaba mi mano y acariciaba mi dedo.




En esta otra foto esta el gran pino de la casa que estaba justo frente a la de Aniceto. Era un pino gigante que se encontraba en la entrada de una hermosa casa. No era una casa común. Tenía un frente del tamaño de tres casas y en el medio dos columnas sostenían un pesado portón con barrotes que dejaban ver el interior. Al abrirlo se entraba con los autos y se podía dar la vuelta dentro de la misma propiedad, en una pequeña rotonda. La casa era imponente, con puertas y ventanas talladas y una entrada principal a la que se llegaba subiendo una pequeña escalera. Recuerdo haber pasado muchas tardes allí, mirando cada tanto hacia el kiosco de Aniceto.
Al inmenso pino lo recuerdo, también, por otro motivo: las primeras veces que fui a la casa de mis abuelos –una verdadera aventura,mi casa quedaría a unas veinte cuadras- lo hice guiándome por aquel pino. Tendría unos diez años.Caminaba unas cuadras y en cada esquina miraba hacia la derecha y buscaba aquel pino que oficiaba de faro. Al verlo, solo restaba ir hacia él, hacia Aniceto.







Otra foto: toda mi familia en un auto camino a Buenos Aires. Llevábamos a mis abuelos al que sería su primer viaje a España a ver a su familia. Habían pasado cincuenta años y se quedarían seis meses allí.  A pocos kilómetros de llegar mi padre pregunta: ¿Trajo los pasajes, Aniceto? Mi abuelo contestó: Claro, los tiene Elena. Mi abuela lo miró. ¡Los tenés vos, viejo! Mi padre frenó en la banquina. Nadie tenía los pasajes. Y no había tiempo para volver. Combinar que una persona entre al departamento de mis abuelos con las llaves que tenía un vecino, que busque dentro  del tomo cuatro de la enciclopedia “Monitor” y que salga disparada hacia la terminal y se suba al primer colectivo hacia Buenos Aires, no fue fácil, pero así fue.
Una vez en Ezeiza, Aniceto, vestido de traje y con un sobretodo largo, colocaría los pasajes entre el saco y el sobretodo y caerían al piso. En medio de una multitud, alguien grita:”¿De quién son estos pasajes?”
Hicimos que mis abuelos subieran lo más rápido posible al avión que lo los llevaría a España. A su Segovia. A su familia.
Al regresar de España, Aniceto me contó cosas hermosas de aquel viaje.  Me mostró una llave vieja ,enorme, que , según el, encontró en la casa en la cual había nacido,que estaba abandonada pero intacta. Me contó que las llaves estaban siempre puestas del lado de afuera porque ¿quien va a entrar a la casa que no es de él?






Y me contó que extrañó como loco a  “Argentina, mi país”, y me lo dijo en su castellano de Castilla La Vieja, y empezó a silbar bajito.



Una tarde que fui a visitar a mis abuelos –para entonces habían vendido la casa y vivían en un pequeño departamento al final de un largo pasillo- escuché algo que congeló mi sangre. Aniceto lloraba, como un niño. Toqué el timbre de su casa y nadie me atendió. La ventana entreabierta de su dormitorio dejaba ver el espejo de un viejo ropero y poco más. Le pregunté que le pasaba y escuché apenas un balbuceo. Grité por Elena, mi abuela. No existían los celulares y el vecino más cercano se encontraba en su trabajo. Sin saber que hacer estuve unos quince minutos hasta que vi entrar por el pasillo a mi abuela a paso tranquilo, con la bolsa de los mandados. Se sobresaltó al verme. Le dije que el abuelo estaba llorando. Me dijo que no, que habría  escuchado mal. Y agregó: "andá nomas, andá, yo me arreglo…" Miré a mi abuela de una manera que hizo que se calle. Titubeó una mentira: “No encuentro las llaves”. Dejá ,abuela yo las busco, dije, tomando su viejo monedero con flores. Las llaves estaban allí, bien a la vista.
Al entrar vi la foto que no se olvida. Aniceto estaba atado de pies y manos a la cama, llorando. “Y que querés, si no lo ato se escapa…yo ya no doy más…”
En aquellos años aun no se había escuchado demasiado sobre el Alzheimer. Aniceto vivió unos pocos meses más. Jamás volví a hablarle a mi abuela.

En esta otra foto esta Aniceto, muerto. Fue la primera muerte de mi vida. En su cajón de muerte estaba amarillo y vestido con corbata. Fue en  aquel momento en el que decidí que  jamás volvería a  mirar a un ser querido que hubiese muerto. Razoné que preferiría recordar a aquella persona de otra manera, con vida, sonriente, enojada  o como fuese pero no así, no así.
O quizás fuese simplemente cobardía.


Una pileta profunda,una llave vieja, un auto hermoso
Una radio única (para mi), el inmenso pino, unas fotos color sepia
Y otras a color,
                       Aniceto.







* de todas las cosas aquí contadas, alguna, quizás , sea cierta.