Aniceto fue mi abuelo. Utilizar
el verbo en pasado es típico del español, no así de otros idiomas y lenguajes
que abrevan igualmente del latín pero con mas afinidad con el alemán , como el ingles, que tienen la
particularidad de que a algunos cargos, por ejemplo, los presidentes, se
refieren siempre en presente (reemplazando nuestro muchas veces ingrato “ex”
por el más amable “former”, que da la idea de anterior o precedente) e ,
inclusive, mantienen las normas de protocolo y privilegios como al presidente
actualmente en el cargo. Cualquier persona que se cruza con un “ex” presidente
lo saludaría con un: Good morning, Mr. President.
Podría decir, entonces, que
Aniceto es mi abuelo.
Son muy extraños los recuerdos
que tengo de él. Son muchos, pero que no guardan un hilo conductor, ni siquiera
cronológico. Aislados, breves, se presentan en mí no como una película, sino
como un desordenado y viejo álbum de fotografías.
No estoy en condiciones de
realizar una biografía de él. Como mis recuerdos, los datos que tengo de él –me
refiero a su pasado no compartido conmigo- son pocos, relatados por mi madre, de manera que
enumerarlos es bastante sencillo. Intentaré hacerlo de manera ordenada.
Con semejante nombre casi esta
demás aclarar que Aniceto nació en España. Tengo entendido que en León. Y que
después su familia se traslado a Segovia. Vino a la Argentina con apenas doce años
corrido por el hambre que se hacía grito en una
destrozada Europa. Y aquí viene el
primer recuerdo que tengo de él, imborrable: Sus padres lo eligieron entre sus
hermanos para venir a la Argentina, donde vivía un lejanísimo tío, ya que ellos
no podían darle de comer. Imaginar siquiera aquel momento siempre fue
sobrecogedor para mí. El dolor de aquellos padres al tomar aquella decisión. Su
dolor al saberse elegido. “Tenían para darle de comer a sus hermanos ¿y no
tenían para darle a uno más? ¡Dejáte de joder! Es la opinión casi unánime de
todo aquel al que alguna vez le he contado esto. “¡Yo ni loco mando a un hijo
solo a los doce años ni a la esquina!, termina más de uno, indignado.
Vaya uno a saber que pasaba por
la cabeza de aquellos padres, lo cierto es que así partió Aniceto ,en barco,
claro. Creo que el viaje duró como un
mes, imagínense en que camarotes… ¿Cuánto habrá llorado Aniceto en aquel barco?
¿Cuánto? En una foto que nunca vi, Aniceto está sentado, con pantalones cortos,
tomándose las rodillas, en un pasillo del barco, con nadie alrededor.
En esta otra foto, Aniceto esta
lavándose los pies. Tiene una musculosa blanca y un pantalón gris ,remangado,con un cinto
negro, finito. Tenía un gallinero en los fondos de su casa y una pequeña
huerta. Un galpón en un costado y dentro de él, una pileta profunda, de
cemento. Es una calurosa tarde de verano y yo estoy sentado sobre una pequeña sillita,
a la sombra de una parra. Aniceto se acerca a la pileta, levanta una pierna y
se lava los pies con jabón blanco, el mismo de lavar la ropa, con vigor.
Mientras lo hace silba. Lo hace con los labios cerrados, entre dientes, bien
bajito. No recuerdo que silbaba, seguramente un tango.
En una foto en color sepia, con
los bordes recortados,como formando un marco, como se usaba entonces, Aniceto está abrazado a dos
personas, dos hombres. Son compañeros de trabajo en un mercado del centro de la
ciudad. Uno es el verdulero, el otro –creo- un ayudante. Aniceto era el
carnicero y vestía un delantal blanco , inmaculado. De fondo, una media res colgaba
de un gancho y llegaba a verse una pesada puerta de madera con un gran manija
brillante. Era la cámara frigorífica que se encargaba de mantener la carne
fresca y se encargaría de destrozarle la salud a Aniceto.
En el lugar en donde estaba ese
mercado hoy hay una casa de ropa de hombres.
En una foto, ya en colores, Aniceto,
de unos cincuenta años, posa parado delante de un Renault Gordini rojo .Una línea
blanca bordeada de una bagueta cromada cruzaba cada uno de sus laterales. Tengo
entendido que lo compró cero kilómetro Y también tengo entendido que lo chocó
tantas veces, en tan poco tiempo y de maneras tan insólitas, que Aniceto se dio
cuenta que conducir no era para él.
En esta otra foto estoy yo con
una radio marca Spica, con una funda de cuero con el frente lleno de agujeritos
por los que salía el sonido y una antena retráctil que era toda una novedad. La
escuchaba horas y horas mientras lo veía atender el kiosco que había abierto en
el garaje de su casa, una vez que la edad y su espalda de huesos cansados de pesadas
medias reses y del frío impiadoso de la cámara
frigorífica, le habían impedido seguir con aquel trabajo.
El kiosco tenía una ventanita
para atender después de hora y se cerraba con un viejo portón blanco que corría
por unas roldanas, empujado por sus todavía fuertes manazas. Aniceto no
acompañaba al portón. Lo empujaba desde el fondo del garaje y eso era
suficiente para que llegue al otro extremo.
Así fue la tarde en la que yo
estaba parado en ese otro extremo, con pequeñísimos dos años, y el portón
brutal aplastó mi meñique derecho, cortándomelo. Dicen que debí usar una gasa rellena
de algodón, del tamaño del que sería mi dedo, durante varios meses, porque al sacármela
lloraba sin parar. Ese llanto no sería nada comparado con el de Aniceto, que
lloraba cada vez que recordaba aquella tarde. Inútil fue decirle, una y otra vez,
que no pasaba nada, que muy útil el meñique la verdad no era y tantas otras
cosas por el estilo. Aniceto lloraba
igual, mientras tomaba mi mano y acariciaba mi dedo.
En esta otra foto esta el gran
pino de la casa que estaba justo frente a la de Aniceto. Era un pino gigante
que se encontraba en la entrada de una hermosa casa. No era una casa común. Tenía
un frente del tamaño de tres casas y en el medio dos columnas sostenían un
pesado portón con barrotes que dejaban ver el interior. Al abrirlo se entraba
con los autos y se podía dar la vuelta dentro de la misma propiedad, en una
pequeña rotonda. La casa era imponente, con puertas y ventanas talladas y una
entrada principal a la que se llegaba subiendo una pequeña escalera. Recuerdo
haber pasado muchas tardes allí, mirando cada tanto hacia el kiosco de Aniceto.
Al inmenso pino lo recuerdo,
también, por otro motivo: las primeras veces que fui a la casa de mis abuelos –una verdadera aventura,mi
casa quedaría a unas veinte cuadras- lo hice guiándome por aquel pino. Tendría unos diez años.Caminaba
unas cuadras y en cada esquina miraba hacia la derecha y buscaba aquel pino que
oficiaba de faro. Al verlo, solo restaba ir hacia él, hacia Aniceto.
Otra foto: toda mi familia en un auto camino a Buenos Aires. Llevábamos a mis abuelos al que sería su primer viaje a España a ver a su familia. Habían pasado cincuenta años y se quedarían seis meses allí. A pocos kilómetros de llegar mi padre pregunta: ¿Trajo los pasajes, Aniceto? Mi abuelo contestó: Claro, los tiene Elena. Mi abuela lo miró. ¡Los tenés vos, viejo! Mi padre frenó en la banquina. Nadie tenía los pasajes. Y no había tiempo para volver. Combinar que una persona entre al departamento de mis abuelos con las llaves que tenía un vecino, que busque dentro del tomo cuatro de la enciclopedia “Monitor” y que salga disparada hacia la terminal y se suba al primer colectivo hacia Buenos Aires, no fue fácil, pero así fue.
Una vez en Ezeiza, Aniceto,
vestido de traje y con un sobretodo largo, colocaría los pasajes entre el saco
y el sobretodo y caerían al piso. En medio de una multitud, alguien grita:”¿De quién
son estos pasajes?”
Hicimos que mis abuelos subieran
lo más rápido posible al avión que lo los llevaría a España. A su Segovia. A su
familia.
Al regresar de España, Aniceto me contó cosas
hermosas de aquel viaje. Me mostró una llave vieja ,enorme, que , según el, encontró en la casa en la cual había nacido,que estaba abandonada pero intacta. Me contó que las llaves estaban siempre puestas del lado de afuera porque ¿quien va a entrar a la casa que no es de él?
Y me contó que extrañó como loco a “Argentina, mi país”, y me lo dijo en su castellano
de Castilla La Vieja, y empezó a silbar bajito.
Una tarde que fui a visitar a mis
abuelos –para entonces habían vendido la casa y vivían en un pequeño
departamento al final de un largo pasillo- escuché algo que congeló mi sangre.
Aniceto lloraba, como un niño. Toqué el timbre de su casa y nadie me atendió.
La ventana entreabierta de su dormitorio dejaba ver el espejo de un viejo
ropero y poco más. Le pregunté que le pasaba y escuché apenas un balbuceo.
Grité por Elena, mi abuela. No existían los celulares y el vecino más cercano
se encontraba en su trabajo. Sin saber que hacer estuve unos quince minutos
hasta que vi entrar por el pasillo a mi abuela a paso tranquilo, con la bolsa
de los mandados. Se sobresaltó al verme. Le dije que el abuelo estaba llorando.
Me dijo que no, que habría escuchado mal. Y agregó: "andá nomas, andá, yo me arreglo…" Miré a mi abuela de una manera que
hizo que se calle. Titubeó una mentira: “No encuentro las llaves”. Dejá ,abuela
yo las busco, dije, tomando su viejo monedero con flores. Las llaves estaban allí,
bien a la vista.
Al entrar vi la foto que no se
olvida. Aniceto estaba atado de pies y manos a la cama, llorando. “Y que querés,
si no lo ato se escapa…yo ya no doy más…”
En aquellos años aun no se había escuchado
demasiado sobre el Alzheimer. Aniceto vivió unos pocos meses más. Jamás volví a
hablarle a mi abuela.
En esta otra foto esta Aniceto,
muerto. Fue la primera muerte de mi vida. En su cajón de muerte estaba amarillo
y vestido con corbata. Fue en aquel momento en el que decidí que jamás volvería a mirar a un ser querido que hubiese muerto.
Razoné que preferiría recordar a aquella persona de otra manera, con vida,
sonriente, enojada o como fuese pero no así, no así.
O quizás fuese simplemente cobardía.
Una pileta profunda,una llave vieja, un auto hermoso
Una radio única (para mi), el inmenso pino, unas fotos color sepia
Y otras a color,
Aniceto.
O quizás fuese simplemente cobardía.
Una pileta profunda,una llave vieja, un auto hermoso
Una radio única (para mi), el inmenso pino, unas fotos color sepia
Y otras a color,
Aniceto.
* de todas las cosas aquí contadas, alguna, quizás , sea cierta.