sábado, 20 de mayo de 2017

Un mar liso y plateado.








El lugar era –casi- perfecto: había libros, diarios y café. Si a ello le agregamos que la música era, digamos, soportable en cuanto a su volumen y selección y que las personas que allí trabajaban superaban el promedio de amabilidad, entenderán mi calificación. ¿Por qué “casi”? Porque aquel lugar, al que concurrí ininterrumpidamente durante siete años, vivía una eterna e inestable situación económica que hacía que estuviese siempre al borde del cierre definitivo.
El café o, mejor dicho, la explotación del mismo, estaba separada del dueño principal que explotaba la librería. Al parecer el café no era muy rentable. Así fue como conocí a varias de las personas que se sucedieron durante esos años con los cuales entablé la relación que uno entabla con aquel mozo o dueño del lugar al que uno visita asiduamente: una cuasi amistad, una relación de psicólogo –paciente (sin quedar nunca en claro quién es quién) que comienza cuando el pedido no es necesario, es decir, cuando escuchamos el clásico: ¿lo de siempre?
Una tarde –las cosas siempre pasan por las tardes-  noté a Tomás –el encargado del café- muy callado. Tomás tenía unos veintipocos años y tenía dos atributos que lo hacían, para mí, invaluable: era simpático y culto. Lo de simpático era evidente: siempre sonriente, amable, dispuesto. Lo de culto era una apreciación absolutamente subjetiva. Me jacto de no discriminar por las causas más comunes: color de piel, religión, elección sexual. Pero soy el más recalcitrante discriminador en una cuestión: lo que para mí es un tipo/a culto. Detesto los adoradores de pantallas, los consumistas, los que no tienen libros en sus casas, los que les disgusta la poesía pero no conocen un solo poema…detesto a todos aquellos que creen que la cultura es saber quien fue Parménides o Nietzsche, los que presumen de  conocer el cuadrado de la hipotenusa. No. La cultura es abrirle puertas a las damas, ceder el paso, decir “gracias” y “disculpe”. Cultura es disponer de las palabras, conocer alternativas, tener alguna que otra herramienta.
Tomás era un tipo culto. Y estaba triste.
Recuerdo esa tarde por dos cosas: porque Tomás me dijo que a fin de mes cerraba el café y porque me contó lo que le había pasado hacia una hora atrás.
La noticia del cierre del café me dejó el sabor que deja la soledad impuesta. Una cosa es la soledad del que elige estar solo: suave, amable, silenciosa. Uno se siente dueño de ella, de los horarios  que nunca obligan, de las comidas a deshora, del desparpajo, de la música a todo volumen, del sillón para nosotros solos.
La soledad que nos imponen es otra cosa: no queremos estar solos. Queremos estar con esa otra persona que nos dejó solos. Extrañamos. El silencio es –oxímoron- ruidoso.
Si, lo sé. Seguramente hay otros cafés en la ciudad. Pero, bueno, yo arrastraba la comodidad de lo habitual. Mi mesa. Los libros. Tomás. En fin.
El otro suceso que me comentó Tomas aquella tarde fue casi policíaco: Habían descubierto, con las cámaras que habían colocado solo un mes atrás, que el adorable señor que solía ir a tomar un té puntualmente inglés, siempre con su carrito de hacer las compras, el respetable señor de gorra escocesa y pelo entrecano, resulto ser un ladrón. Lo habían descubierto colocando varios libros en su carrito y salir despreocupadamente hacia la calle. Tomás debió salir en su búsqueda, hacerle abrir el carrito y descubrirlo. Y  estaba triste, básicamente, porque odiaba que aquella persona haya sido un ladrón. No encajaba en el estereotipo, sentía desazón y bronca.





Dejé de ir a tomar un café durante varios meses hasta que, finalmente, cedí a la necesidad de hacerlo. Necesitaba ir, sentarme, oler la taza humeante de café espumoso. Leer el diario.
El café elegido está a unas pocas cuadras más allá del de la librería. Afortunadamente, la mujer que oficia de camarera también supera el promedio de amabilidad. Al no estar la librería, los temas suelen ser otros, mas ¿Cómo decirlo? Mundanos: El tiempo, la actualidad, el barrio.
Pero el café era excelente y había varios diarios.
Los diarios fueron –y serán- un problema en los cafés. Siempre son pocos. Me ha pasado de dejar de ir a un café por ese tema: uno se sienta allí y debe estar atento a ver cuando se desocupa uno de ellos, sin distraerse un instante porque , si no, otra persona llegará primero. Me ha pasado , incluso, de casi correr hacia la mesa en la que una persona acababa de dar vuelta la última página y encontrarme con que , simultáneamente, otra persona llegaba hacia allí. Mi cultura –en este caso, aplicada a rajatablas - me obligaba al doloroso: “por favor, faltaba más”, para luego volver mascullando hacia mi mesa, a  volver a esperar.
En ese café había una persona a la que casi llegué a odiar: Era un hombre delgado de unos setenta años. Al parecer llegaba apenas unos minutos antes que yo. Siempre. Al sentarme, lo veía con “La Nación” sobre su mesa, aun sin abrir, mientras el comenzaba un lento ritual: la leía desde la primera hasta la última página, recorría todos sus artículos, parsimoniosamente. Primero una sección, luego otra…y así, hasta terminarla. Una vez le tomé el tiempo. Cuarenta y cinco minutos. Me fui insultándolo en mi más furioso silencio.

Sin embargo había algo en el señor que me impedía odiarlo: leía “La Nación”. Lo noté enseguida. Rehuía los diarios locales, los ignoraba. Eso me conectaba con él. Comencé a prestarle atención.
Eran tiempos de mucha efervescencia política. Un gobierno se había retirado y otro había asumido, diametralmente opuesto. Partidarios de unos y otros discutían fervorosamente en cualquier ámbito: las calles, los hogares, la televisión y…los cafés.
En la mesa del rincón solía sentarse un grupo de partidarios del anterior gobierno con un integrante, en particular, sumamente intenso, de hablar casi a los gritos, como instando a la discusión.
Yo los evitaba sistemáticamente.
Una mañana, veo que el señor de “La Nación”  se levanta, toma sus cosas –estaba sentado junto al gritón- y se sienta en una mesa contigua a la mía.
-       “Insoportables”, me dice.
-       “No sé como aguantó tanto”, le contesté.
A partir de allí, el Sr de “La Nación” comenzó a darme las secciones que no estaba leyendo: “termino con la parte principal y te la paso”, me decía. Comenzamos a intercambiar palabras. Pronto nos descubrimos afines a temas: política, economía. Más tarde literatura, música.

No fue hasta varias semanas después que sucedió: me acababan de traer el café y yo miraba hacia ningún lado especial: el café, la vidriera, ”…y de pronto lo vi: El Sr de “La Nación” miraba hacia los lados, retiraba alguna hoja del diario, la doblaba y la guardaba en su carrito.
Yo nunca hubiese relacionado al Sr de “La Nación” con el Sr del carrito que había sido atrapado por Tomás robando. Nunca. Sin embargo ahora era inevitable: Un Sr de unos setenta años, canoso, con un carrito, robando.
Comencé a reírme, solo, en mi mesa.
Nunca llegué a preguntarme porque lo hacía por una sencilla razón: yo también lo hacía. Yo adoraba llevarme “recuerdos” (yo lo llamaba así) de los lugares adonde iba: vasos, servilletas, menúes. Nunca robé libros, por ejemplo, pero, después de todo, en ese caso, estaríamos hablando de una diferencia menor y no del fondo de la cuestión: ambos éramos ladrones.
Supe que había sido gerente de una importante empresa local y que ya estaba jubilado, que era licenciado en economía y que le fascinaba la bolsa y los negocios. Me mostró planillas con líneas pintadas con resaltador verde con las empresas que, según él, darían ganancias en los próximos meses. “Lo hago por deporte”, me dijo.
Comenzó a traerme, cada fin de semana, recortes de diarios y hojas que el mismo fotocopiaba, con las partes principales resaltadas prolijamente. “Fijáte tal cosa, pibe”, “No te pierdas tal otra”

A mediados de agosto lo dejé de ver. Me llamó la atención y se lo consulté a la camarera, me contestó que “estará de vacaciones” y, un mes después que “debe estar enfermo”. Esta última vez noté que la camarera expresó un ligero fastidio ante mi pregunta por lo que no volví a hacerlo.


A los seis meses, un domingo, le consulté al encargado del café, aprovechando el día de descanso de la camarera:”Ah, cierto,-se sorprendió-…no, no sé que le habrá pasado”

Ayer hizo un año de la última vez que lo vi. Me desperté temprano y fui a la empresa en la que él había sido gerente. Me iba a anunciar  en la mesa de entradas sin saber bien como consultar lo que quería.
En ese momento, me tocan el hombro. Al darme vuelta veo a Andrés, mi compañero de banco en la primaria. Nos pusimos al día, abrazo y risas de por medio y le pregunto:
-       ¿Qué haces acá?
-       “Soy Gerente de Compras”
-       Reí. “Vamos a tu oficina”, le dije.

El Sr de “La Nación” había sido Gerente de personal por veinte años de la empresa. Se llamaba Francisco. ¿Cómo no voy a conocer a “Pancho”? , me dijo Andrés.
 Recién en ese momento me di cuenta que nunca le había preguntado su nombre ni él a mí.
¿Cuántas cosas no sabría del Sr de “La Nación”?
Andrés continuó. Sarita, su mujer,  se enfermó en junio del año pasado. Pancho dejó todo por ella. Impidió que los hijos contratasen a nadie para cuidarla o ayudarlo a hacerlo. Le hacía de comer, le llevaba la comida a la cama y le daba de comer en su boca, la bañaba. Miraban juntos la novela que él odiaba.
En Agosto se cayó mientras la llevaba al baño y casi lo tienen que internar. Obligó a los médicos a que le venden un tobillo y siguió cuidándola.
Sarita murió a fines de Octubre. Pancho no pudo recuperarse. Dejó de alimentarse bien, bajó de peso y se pescó una pulmonía en pleno diciembre, antes de las fiestas.
¿Sabés una cosa?, me dijo Andrés. Hace dos meses  -Andrés lo recordaba exactamente, el veinte de marzo-  me llamó su hijo ,con quien somos amigos, y me dijo que su padre, Pancho, no le contestaba el teléfono. Me pidió que lo acompañe.Fuimos a la casa. Pancho se había muerto como él quería, me dijo con los ojos llorosos: sentado en su sillón preferido, tomado un vaso de vino  y lleno de esas hojas que el solía garabatear, con ese fibrón verde con el que resaltaba todo en la mano.
Sentí mi sangre helarse y Andrés se debe haber dado cuenta. Me abrazó y me acompañó a la puerta.

Era una tarde soleada de abril. Pese a que había ido en el auto, preferí caminar un poco.
Llegué a la costa.
El mar estaba extrañamente liso y plateado. La arena con unas pocas pisadas casi borradas. Unas gaviotas revoloteaban, lejanas.
Contra las escolleras las olas rompían, incansables.


























O se viven o se recuerdan.

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