Entré a la habitación y dejé las
llaves del auto en la mesita ratona con cuidado, su tapa era de vidrio y,
aunque dudo que fuese a romperse, solía hacer un incomodo ruido. Silencié mi
celular y lo dejé junto a ellas.
Me senté en el sillón de tres cuerpos y,
enseguida, me acosté. Mi cabeza se acomodó perfectamente a esa especie de
almohada cilíndrica que había en un extremo.
El techo tenía unos hermosos
durmientes de una añosa madera. Los había contado muchas veces: eran cuatro. Y
las tablas del techo eran ochenta, en grupos de diez.
Miré el reloj. Las cinco en
punto. Me resultaba imposible no pensar en la expresión ”five o’clock tea “cada
vez que era esa hora.
Comencé.
No pudimos sobreponernos. Pese a que lo intentamos, no pudimos. La
muerte de Tommy, nuestro hijo de siete años, nos devastó. Quizás ,nos comentamos
mutuamente años después cuando nos
encontramos en el cumpleaños de un amigo en común, si hubiésemos tenido algún otro
hijo, el hecho de hacernos fuertes en torno a eso, hubiésemos podido seguir…quien
sabe.
Pero en aquel momento no pudimos. El mazazo que representó encontrarlo
a Tommy muerto en su cama sin que nunca jamás hubiese enfermado hizo que intentásemos
encontrar explicaciones, primero, y, luego, dejar de hacerlo, de manera
natural, abrumados por un cansancio que nos aplastaba y nos mantenía horas y días
sin hablar.
Seis meses después produjimos el dialogo con mas consenso de los últimos
años. Casi al unísono, dijimos: No doy más. Me quiero separar. El alivio que
produjo esta coincidencia hizo que preparar las mudanzas, sacar los pasajes –ella
volvió a casa de sus padres- y todo aquello que hubiese significado una tortura
, terminó siendo una tarea en común, acompañándonos en nuestro dolor,
terminando en buenos términos aquello que no había podido ser.
La acompañe a la terminal de ómnibus, cargué su equipaje y la despedí,
sin lágrimas, moviendo mi mano y viendo su cara detrás de la ante última ventanilla,
hasta que el ómnibus giró en la esquina.
Una lágrima iba a comenzar a
rodar por mi mejilla,ahora,mientras hablaba, pero la detuve ni bien comenzó a despegarse de la comisura
de mi ojo derecho. Apoyé mis dos dedos mojados en mi camisa.
Perdón, dije. Seguí.
Me mudé a un departamento céntrico que me prestó un amigo. Me habían dado
una licencia en el trabajo y no tenía muy en claro que hacer. Mis superiores me
lo habían dejado en claro: “no podés volver a trabajar hasta que no estés
totalmente recuperado”. Coincidí con ellos. Ejercer como psicólogo, en esas
circunstancias, no hubiese sido muy respetuoso con mis pacientes.
Cada vereda, cada plaza y cada una de las cosas que se me ocurra en
este momento nombrar me recordaban a Tommy. El parque en el que le enseñé a
andar en bicicleta, su llanto al caerse y rasparse, apenas, la rodilla. La reja
tras la cual lo despedí en su primer día de clases. Su hamburguesería preferida.
Cada esquina. Todas.
Me pareció natural el ofrecimiento de un compañero de trabajo. ¿Y si te
mudás? Por un tiempo, el que necesites. En Mendoza están necesitando psicólogos.
No en la capital, en un pueblito cercano. Lo leí el otro día en la cartelera.
Lo estuve pensando. En otro momento ni se me hubiese ocurrido. Amaba mi
ciudad. Pero esta vez todo era diferente. Quizás… un cambio de aires.
Conocía el nombre del pueblo de mentas. Como la mayoría de nosotros. ¿Quién
conoce más de , por ejemplo, diez, quince…veinte ciudades o pueblos? Casi
nadie. Y yo no era la excepción.
El Hospital para el que trabajaría media jornada –el resto debería volver
a armar mi consultorio- me consiguió una casa pequeña y acogedora a diez
cuadras de allí.
A mis casi cuarenta años, comenzar de nuevo podía interpretarse como
algo difícil y agotador o en algo que suponga una nueva etapa, un renacer. Lo
tomé de esta última manera.
Pronto hice amigos, me acoplé al
trabajó en el Hospital, y comencé, lentamente a sumar pacientes a mi consultorio
privado, para lo cual había transformado el garaje de mi casa en una sala cómoda
y cálida. Pensé en hacer traer mi sillón, pero enseguida lo descarté y encontré
uno en una casa de remates, en perfectas condiciones: mullido y firme a la vez,
con un tapizado impecable en color habano y anchos apoya brazos. Perfecto.
A los dos meses ya tenía diez pacientes, lo que , para un pueblo, no
era poco. Noté algo: la mayoría de mis pacientes no decían que habían comenzado
una terapia, a diferencia de la ciudad en
la que este hecho era no solo normal sino hasta indicativo de cierto “nivel” ¿Cuántas veces habremos escuchado a personajes
famosos, émulos de Woody Allen, decir :”yo me analizo desde mis veinte años” o
cosas por el estilo?
El problema es que esta gente, mis pacientes, también a diferencia de
la ciudad, entablan una relación mucho mas…cercana…como de amistad…
Giré mi cabeza y dije: ¿entiende?
Hizo el sonido que uno hace
cuando quiere asentir sin decir:”si”, es decir sin abrir sus labios.
Pero hay un problema: yo no me siento amigo de ellos y –quizás está mal
que lo diga - por la mayoría de ellos siento un absoluto desinterés o , para expresarme mejor: un interés exclusivamente profesional.
Yo no creo que esto vaya en desmedro de mi labor ¿sabe? Es más:
me parecen patéticos aquellos psicólogos que se dicen “amigos” de sus
pacientes.
Me da bronca. Yo no soy amigos de ellos, ni lo quiero ser. Pero no lo
puedo decir en otro lugar que no sea este ¡se imagina el revuelo que se armaría!
Miré el reloj sobre la pared,
junto a la réplica del “Guernica”: las cinco y media.
Él también lo miró.
Seguí.
El martes fui a tomar un café al “Libertador” con Inés, la enfermera
del segundo piso. Muy buena chica. ¡No pasó nada, eh! Solo un café…veremos.
Debajo de un anaquel con libros de psicología había, como mezclado, “20000
leguas de viaje submarino” con las letras de Julio Verne en dorado. Era idéntico
al que le leí a Tommy. Apreté mis mandíbulas y pestañeé fuerte.
Pensar que ya hace un año que vengo, ¿no? Cincuenta kilómetros de ida,
cincuenta de vuelta. Diga que la ruta es hermosa. Yo creo, mejor dicho, estoy
seguro, que debe ser una de las rutas mas lindas del mundo. Si. Sin dudas. Una
vez vi un documental con una ruta hermosa, parecida a esta..creo que era
Noruega o Suecia.
Eran las cinco y cuarenta y cinco
y no debía esperar a que me diga nada.
Me paré , agarré las llaves ,
dejé el dinero y me fui.
Sólo quiero reír.
Casi como un asceta, ya no pretendo.
Entendí que todo lo demás es una inútil parafernalia, una mentira.
Nada de lo que parece importante lo es.
Cansado de vulgaridades,
Solo ansío algún que otro momento.
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