domingo, 2 de octubre de 2016

El señor que olvidaba las cosas malas.




Se apagaron las luces, unas manos ignotas encendieron las dos  velas –el cuatro y el cero-  y todos juntos, aunque a destiempo y con evidente desafinación, comenzaron a cantar el Feliz Cumpleaños. Él estaba sentado frente a la torta inmaculadamente blanca de tanto merengue y crema, miró las velas, esperó unos segundos y sopló. Cumplía cuarenta años y en su departamento no había lugar para más almas. Se dieron un beso con su mujer y recibió a su hija, quien dio un salto y se sentó sobre sus piernas.
Esteban no es una persona cualquiera. Era una persona, podríamos decir, “excelente”. Él era considerado un excelente amigo. Un excelente compañero de trabajo. Su mujer decía que él era un excelente esposo. Seguramente, cuando la pequeña Lucia, su hija, sea grande, dirá: Mi papá es un excelente padre. Y así en todo: Excelente cliente. Excelente deportista. Excelente, excelente, excelente.

Y había un porqué. Esteban Ramos podía discutir. Podía, incluso, enojarse con alguien. Pelearse con alguien. Él podía tener problemas como cualquiera de nosotros los tenemos. Sin embargo, Esteban nunca mantenía su enojo. Nunca, pero nunca, nunca, volvía sobre el tema y, mucho menos esperaba disculpas. Cuando alguien, alguna vez, hubo de tener alguna diferencia con Esteban, inevitablemente, al día siguiente, él hacía como si nada: te saludaba, trabajaba –en caso de ser un problema de trabajo- como si nunca hubiese habido discusión alguna. 
Y todo resultaba más fácil así. Esteban Ramos era uno de los tipos más queridos que nunca conocí.



Nos conocimos al comenzar la secundaria. Sus padres se habían mudado hacia pocos meses al barrio y en el , era inevitable coincidir en la escuela 43.
Ya en ese entonces la gente lo veía como un tipo diferente. Él podía revolcarse a las piñas en el recreo con el Gordo Roque, llegar –incluso – a lastimarse, como la vez en la que el Gordo lo empujó y Esteban se partió la frente contra el mástil, y al día siguiente venir a clase, volver al recreo y compartirle el sangüche al Gordo, quien lo miraba con cara de entender poco.
Una vez no me aguanté y le pregunté:
-       ¿Cómo hacés para ser tan bueno, Esteban?
Él me miro, me tomó del brazo y me dijo que me siente en el paredón bajito de la puerta de su casa. Se quedó callado, mirando a la gente que bajaba del colectivo en la esquina, seguramente pensando en lo que me iba a decir.
-       No soy bueno, amigo. Soy normal, soy como vos, como todos. Pero te tengo que decir algo: Yo me olvido de las cosas malas.
Lo miré sin entender demasiado y me quedé en silencio esperando que Esteban agregue algo.
Es así. A la noche, al acostarme, apagó la luz, cierro los ojos, los aprieto con fuerza…y me olvido. Me olvido de todo lo malo que me pasó el día anterior. Hay noches que el olvidar tiene su precio: transpiro. Me despierto sobresaltado. Mis sabanas aparecen desbaratadas…pero eso sí, al otro día no me acuerdo de nada, ni un poquito . Nada.
Lo miré y sonreí. Pensé que bromeaba. Él se dio cuenta.
En serio, Flaco, en serio.
Lo seguí mirando y le pregunté:
-¿Y desde cuando sos así? ¿Siempre te pasó? ¿Te acordás?
Me di cuenta de que había dado en el clavo.
Se quedó pensativo, pero esta vez, mirándome a los ojos.
Me acuerdo perfectamente, me dijo. Esto me pasa desde el día que cumplí diez años.
Teníamos quince.
Siguió.
Desde ese día, exacto, cada día, al dormirme, me olvido de las cosas malas.
La mamá de Esteban nos llamó a comer.

No volvimos a hablar del tema, pero a partir de ese momento comencé a prestar atención.
Y así fue como vi cuando, en el viaje de egresados, el engreído de Gutiérrez se le plantó embebido en fernet en el medio de la pista de baile y le pegó un piñazo vaya a saber uno porqué (algunos dicen que Gutiérrez estaba celoso porque Marina Loprette, la más linda del curso, estaba loca de amor por Esteban). Al otro día, en el micro que nos llevaba de excursión, Gutiérrez compartió asiento con Esteban y se mataron de risa hasta que llegamos al Cerro. No fue necesario una disculpa. Nada. Simplemente, Esteban se había olvidado.
Lo llamativo era que Esteban no se había olvidado del hecho -el piñazo de Gutierrez- sino que ese hecho , simplemente, ya no ocupaba su cabeza, ya no le hacia mal.
Podría hacer una lista con situaciones como aquellas.
La  tarde en la que un auto se llevó por delante a “Caripela”, el perro de Esteban, que mas que perro era un hermano con el que iban a todos lados juntos.. Fue un desastre. La casa era un velorio y Esteban un fantasma. Pero a la mañana estaba como si nada hubiese pasado y en el camino a la escuela – yo lo pasaba a buscar e íbamos juntos- ni tocó el tema, me preguntó por el examen de Geografía de la segunda hora y silbó un tema de Queen hasta que llegamos.

O el día que falleció su mamá, Mirta. LLoró desde que llegamos a eso de las ocho hasta que cerraron la sala velatoria. Al otro día, tempranito , lo pasé a buscar. Estaba impecable. Me insistió para que paré a comprar unas facturas. La familia no entendía como podía estar tan bien…Su abuela, se apiadaba y le comentaba a quien quisiera oírla: “El Esteban , no cayó, pobrecito, no cayó…”

Tuve que ser yo el que le recrimine, a los gritos, como podía ser que la perdone a Isabel, su novia de la facultad, a la que vimos a los besos con un compañero, en el auto de ella , parado en la esquina de su casa.
Fueron muchas situaciones así, muchas. Y Esteban que siempre me decía lo mismo: Yo no perdono, Flaco, me olvido. Simplemente, me olvido.
Comenzó terapia a los veintipico. Fue unos seis meses. La psicóloga se enojó: Una tarde me citó y me dijo: Tu amigo me toma el pelo, me dice que olvida las cosas malas…
Y así fuimos creciendo y hoy ya tenemos cuarenta. Y me doy cuenta que se cumplen treinta años desde el día en el que Esteban comenzó a olvidarse de las cosas malas.
Y es  entonces, cuando ya no quedábamos más que él y yo, y mientras Lucia dormía y  su mujer lavaba los platos, le pregunté una vez más: ¿Y? ¿Alguna vez me vas a decir cómo es eso de olvidarte de las cosas malas?¿alguna vez me vas a decir porque te acordás tan claramente del día en el que comenzaste a hacerlo?
Lo dije sin esperar nada nuevo, solo alguna broma recurrente. Pero no. Esta vez fue distinto.
No sé si atribuirlo al alcohol –ambos disfrutábamos del elixir escocés- o a alguna situación de emoción, esas en las que a veces  entramos sin saber porqué, pero fue esa noche de su cumpleaños número cuarenta, cuando, sentados en sus sillones bordó, Esteban me apoyó la mano en mi brazo y me dijo:








-¿Sabés porque me acuerdo perfectamente de mi cumpleaños número diez? ¿Sabés porque me acuerdo que fue ese día el día en el que comencé a olvidar las cosas malas?
Movió la cabeza como asintiendo, mientras esperaba que yo le diga:
-¿Por qué?
-Porqué ese día, a la tarde , mientras yo dormía la siesta para estar bien despierto en mi cumpleaños, mi viejo entró a mi pieza, cerró la puerta con llave y se metió en mi cama.

¿Entendés, ahora Flaco, por qué , desde aquella noche, cuando en mi mente estaba aun fresca su mano hurgando entre mis sábanas, entre mis ropas, cuando en mi cuerpo no había más que desgarro,terror y asco, no tuve más remedio que cerrar los ojos fuerte, pero bien fuerte , Flaquito? 
Fue desde ese momento en que comencé a cerrar los ojos bien fuerte para olvidar. 
Para olvidar las cosas malas.















Rosebud, con ojos cerrados bien fuerte.