Lo reconozco: soy un desastre. Mejor dicho, siempre lo fui. Aunque
no creo ser ni pesimista ni, mucho menos, mufa. Por suerte (esto es una
convención: no creo en la suerte) los hechos que luego se suceden en la
realidad, suelen desmentirme. Pero si, es verdad, soy un tipo que suele pensar –¿como
decirlo?- cosas malas.
Vengo, desde pequeño, pensando,
siempre despierto, (nunca necesite dormirme para soñar) , cosas negativas ,
para así decirlo: recuerdo que ,cuando muy niño, dormía en la habitación contigua
a mis padres y , escuchándolos discutir, una idea perseveraba en mi: mis padres
se separarán. Esta idea, la de estar con uno de ellos (¿con cuál?) suponía sacrificar
estar con el otro y ello, a mis pocos años, me resultaba intolerable.
Más adelante, por ejemplo, ante
una excursión en un barco de turismo que hacia cortos paseos frente a la costa,
me era imposible no pensar en el hundimiento del barco con todos nosotros
dentro. Imaginaba cada detalle: mi padre intentando salvarme junto a mis
hermanos, no pudiendo decidir a cual abandonar…Que yo esté hoy pensando en ello
habla a las claras de lo infundado del mote de mufa: las cosas no terminaban
pasando como yo las ¿Soñaba? ¿Ensoñaba? ¿Presentía?
También recuerdo que, muchas
veces, las imágenes eran tan claras que hasta producían una respuesta física en
mi: saltitos, algún grito de : ”¡No!”, imposible de refrenar o la mas disimulable
reacción que cualquier mortal suele tener cuando tiene frío, “Un chucho”,
simplemente decía, cuando la persona con la que circunstancialmente estaba lo advertía.
Es por ello que cuando el Tano me
dijo: “Estoy jodido, Juli” , me sorprendí menos de lo esperado. Otra falsa
alarma, pensé.
Ya me había pasado varias veces. Somos un grupo inseparable de cinco amigos que
venimos juntos, no de la secundaria, ni de la primaria, ni siquiera del Jardín de infantes,
no. Los cinco venimos juntos desde la misma cuadra, salvo –justamente- el Tano,
que vivía a la vuelta, pero en la misma manzana. Esto quiere decir que no hubo
momento en nuestras vidas en los que recordemos no conocernos.
Marcelo, Ale, Víctor, el Tano y
yo, Julián. Nuestras familias nos conocen y sienten como propios a cada uno de nosotros
y mantuvimos códigos inquebrantables durante todos estos años que, creo, fueron
los que hicieron fuerte nuestra amistad. (Víctor estuvo enamorado de la hermana
de Ale , Viviana, toda su vida, pero no solo no le dijo nada nunca a ella. Tampoco se lo dijo a Ale, por miedo a
que lo tomé mal y se enoje. Tuvo que tomar la iniciativa Viviana, un verano
saliendo de la playa, para que todo se sepa. Así y todo, Víctor estuvo como un
mes pasando parte de enfermo porque no sabía cómo encararlo a Ale. Hoy tienen
tres hijos divinos y viven casa de por medio con Ale.)
¿A qué viene esto? A que no una
sino muchas veces pensé: ¿Quién de nosotros será el primero? ¿Cómo? ¿Cuándo? Y ahí
mi cabeza se disparaba en accidentes, enfermedades, asesinatos y otras
tragedias. A veces con un nombre, otras con otro.
Estoy jodido, me dijo el Tano.
Me contó que tenía lo mismo que había
tenido el padre. “La papa, Julián”, me dijo. “La papa”, repitió.
Recuerdo haberlo abrazado,
mientras lloraba en mi hombro. Hice un esfuerzo por no acompañarlo en el
llanto, pensando que eso lo tranquilizaría y le dije: Dejate de joder, Tano ¿¡sabés
como avanzaron las cosas!? Algo se le va a ocurrir a los médicos, quedáte
tranqui, Tanito. Lo acaricié en la mejilla mojada. Me sonrió. No Julián, no. Ya
averigüe todo, esto no es de ahora.
Lo frené en seco: Esto es un tema
para que lo hablemos todos. Busqué el celular y llamé a los otros tres, alejándome
unos pasos, haciéndome el que buscaba mejor señal, y quedé en una hora, donde siempre.
Entramos al café con la cara que
las circunstancias imponían.
Walter, el mozo, lo advirtió y
evitó el chiste de bienvenida.
El Tano nos contó que hacía más
de un año que se sentía mal. Que los médicos
le dijeron primero una cosa y luego otra…y otra. Hasta que hace seis meses se
lo dijeron. Ya no había tiempo para disfraces. Tenés esto. Hay que hacer esto y lo otro.
El Tano tomó la taza, bebió un
sorbo y nos miró. Ese es el tema, chicos: No voy a hacer un carajo.
Nos miramos sin entender.
Si, no voy a hacer un carajo. NO
voy a hacerme rayos, ni quimio, ni una mierda. Yo vi lo que le pasó a mi viejo.
No quiero eso para mí. Tengo una ventaja: Mis padres murieron. No tengo
hermanos. Y este Tanito lindo está bien solterito.
Nos volvimos a mirar. Era la
estricta verdad. Los padres del Tano habían venido muy jóvenes de Italia y no tenían
a ningún familiar (al menos que el Tano conozca) aquí. El Tano estaba solo. O
mejor, dicho, no, no estaba solo: Nos tenía a nosotros.
De más está decir que intentamos
de todas maneras convencerlo de hacerle caso a
los médicos, que las drogas no son lo que eran, que esto , que lo otro.
En vano. El Tano era más terco que una mula.
Nos contó que los médicos le daban,
a todo trapo, seis meses.
Víctor suspiró cerca del llanto.
¿Y que querés que hagamos, Tanito?
, preguntó Ale.
Nada. Nada de nada. No puedo
pedir nada más que lo que ustedes hicieron por mi toda mi vida. Fueron los
hermanos que no tuve. Sus padres me orientaron y cuidaron como si fuesen los míos. Pasé tardes enteras en
las casas de ustedes cuándo mis viejos estaban en la mala. ¿Se acuerdan?
Estudiamos juntos, salimos con chicas, viajamos –no mucho- pero viajamos… ¿Qué mas
puedo pedir, muchachos? No quiero que hagan nada diferente. Y pareció que subrayaba la palabra diferente..
Y hablando de no hacer nada
diferente , -miró la hora- son las ocho y media , hora de irnos a casita.
Nos fuimos, cada uno para cada
lado, como siempre, aunque a mí me pareció que queríamos quedarnos a solas, sin
el Tano, para hablarlo entre los cuatro. Sin embargo, nos fuimos a casa. Yo con
un nudo en la garganta y la tristeza de tener la respuesta a la pregunta que
tantas veces me había hecho: ¿Quién de nosotros será el primero?
En esos seis meses el Tano se
vino abajo como por un tobogán. Víctor recibió un llamado del médico pidiéndole,
por favor, que lo convenzamos al Tano de iniciar el tratamiento, y así lo hicimos,
pero nos encontramos con un Tano firme que nos dijo: ¿Qué hablamos en el café,
muchachos?
Adelgazó, comenzó con una tos
persistente y molesta y el color de su piel lo decía todo. Una tarde no vino al
café. Lo llamamos a Ale y le dijimos: ¿No lo pasás a buscar al Tano de pasada?
No pasaron ni quince minutos y Ale nos dice que salgamos para la casa del Tano.
En su debilidad, se había pegado
un porrazo saliendo de la ducha y no había podido levantarse. Ale lo encontró,
tirado, muerto de frio y avergonzado. Desde ese día, cada uno de nosotros tiene
una llave de la casa del Tano y, con cualquier excusa, nos damos una vuelta
durante el día , en un riguroso y descontracturado desorden. A veces Marcelo
pasaba a mitad de mañana a tomar mates (Al Tano en la empresa le habían dado
vacaciones pagas por tiempo indeterminado hasta que se reponga...), otras veces
pasaba yo después de comer, otras Víctor tras la cena, siempre con alguna
excusa que el Tano, en su bondad, nunca pretendió desmontar.
Al cuarto mes, en el café, el Tano nos sorprendió con un pedido: Chicos, nos dijo, ¿saben qué? Hace mucho que no nado y me quiero dar un gusto.
Le teníamos prohibido expresiones
del tipo: “Quiero darme tal gusto antes que…” , de manera que el Tano dejo todo
allí.
¿Nadar? ¿Dónde?, dijo Víctor.
¿Dónde? ¿Dónde va
a ser, Víctor? ¡En la playa, en el mar!
El pronóstico había dicho que el sábado estaría lindo y –al menos esta vez- acertó: Una brisa casi inexistente, el cielo despejado y unos veinte grados de máxima, pintaban el día ideal.
El Tano había elegido una playa
del Sur, a la que solíamos ir cuando éramos niños bien niños. En la adolescencia,
por aquello de las modas, habíamos elegido ir a un balneario del Norte, aunque
creo que todos nosotros siempre preferimos , esta, la del Sur.
Era una playa amplia con médanos cubiertos
de garras de león, con sus flores lilas. Un viejo muelle de madera que alguna vez fue blanco, era la única
seña de humanidad en aquella playa en aquel octubre.
Nos sentamos en el médano, con el
sol de la mañana en nuestras frentes, suave y tibio. Víctor había llevado el
equipo de mate y empezó con la ceremonia mientras el Tano se sacó la remera y
nos sorprendió con su delgadez. Nadie dijo ni mu.
El Tano infló su pecho, cerró los
ojos, mirando al mar y dijo:”Esto es vida”, sonriéndonos.
Trabajosamente comenzó a bajar el
médano, hacia el mar. ¿Querés que te acompañe, Tanito? , dijo Ale. No, Papi,
gracias.
Nos quedamos sentados en hilera,
mirando como el Tano enfilaba hacia el mar, despacio, sin ganas siquiera de
tomar un mate.
Al llegar al agua, el Tano se
mojó un pie como tanteando la temperatura. Estaría a unos cien metros de nosotros.
Se dio vuelta y me pareció verlo sonreír, como tantas veces. Comenzó a caminar,
con las pequeñas olas golpeándolo suavemente. Unos pasos más allá, el Tano se
zambulló debajo de una ola no tan pequeña. Su cabeza salió unos metros más
adelante.
Comenzó con un braceo lento pero
persistente. El Tano era un buen nadador.
Creo que nos dimos cuenta casi a
la vez. Víctor dejó caer una lagrimas como entendiendo y, cuando Ale intentó
salir corriendo, lo frenó, sentándolo con sus manos enormes y lo abrazó. Marcelo
puchereaba con el mate frío en las manos. Yo lamenté no tener más uñas que mis
diez.
¿Quién iba a imaginar que el Tano
haría aquello? ¿Quién imaginaria que la vez que fuimos a la escribanía no era
para firmar un poder sino la escritura de su casa que puso a nuestro nombre?
¿Quién iba a suponer que el Tano pagaría
cada una de sus deudas y que pagase algunos meses por adelantado de otras? ¿Cómo
siquiera pensar que el Tano, sin más, hubiese decidido dejar de ser, y
esfumarse ante nuestra vista, en aquel mar, aquella tarde de octubre?
Lo miramos nadar hasta que el verde del mar desapareció entre nuestras lagrimas.
Víctor guardó el mate, nos
paramos y, sin siquiera haberlo discutido, nos fuimos a su casa.
Ale tomó su llave y entró. La
casa estaba impecable ,impregnada de una fragancia a jazmines que provenía del
florero sobre la mesita del teléfono.
En la mesa había cuatro cartas
con los nombres de cada uno y otra que decía: Chicos.
Marcelo la abrió. El Tano nos agradecía
todos aquellos años. Nos decía que si volviese a vivir, desearía tenernos a nosotros
como amigos, como única condición. Nos contaba de la casa. Y de su decisión.
Nos liberaba de culpas. Y terminaba con un consejo:
“Si alguien, la policía, o quien fuese,
les pregunta si saben algo de mí, ustedes les dicen :¿El Tano? Ni idea, creo que
viajó.
Nos pareció escucharlo reír tras
la puerta de la cocina.
Leímos, cada uno, en silencio,
nuestra carta. Lloramos un buen rato.
Y a eso de las ocho y media nos fuimos a
casa.