domingo, 3 de mayo de 2015

¡Esto es vida!






Lo reconozco: soy un  desastre. Mejor dicho, siempre lo fui. Aunque no creo ser ni pesimista ni, mucho menos, mufa. Por suerte (esto es una convención: no creo en la suerte) los hechos que luego se suceden en la realidad, suelen desmentirme. Pero si, es verdad, soy un tipo que suele pensar –¿como decirlo?- cosas malas.
Vengo, desde pequeño, pensando, siempre despierto, (nunca necesite dormirme para soñar) , cosas negativas , para así decirlo: recuerdo que ,cuando muy niño, dormía en la habitación contigua a mis padres y , escuchándolos discutir, una idea perseveraba en mi: mis padres se separarán. Esta idea, la de estar con uno de ellos (¿con cuál?) suponía sacrificar estar con el otro y ello, a mis pocos años, me resultaba intolerable.
Más adelante, por ejemplo, ante una excursión en un barco de turismo que hacia cortos paseos frente a la costa, me era imposible no pensar en el hundimiento del barco con todos nosotros dentro. Imaginaba cada detalle: mi padre intentando salvarme junto a mis hermanos, no pudiendo decidir a cual abandonar…Que yo esté hoy pensando en ello habla a las claras de lo infundado del mote de mufa: las cosas no terminaban pasando como yo las ¿Soñaba? ¿Ensoñaba? ¿Presentía?
También recuerdo que, muchas veces, las imágenes eran tan claras que hasta producían una respuesta física en mi: saltitos, algún grito de : ”¡No!”, imposible de refrenar o la mas disimulable reacción que cualquier mortal suele tener cuando tiene frío, “Un chucho”, simplemente decía, cuando la persona con la que circunstancialmente estaba lo advertía.
Es por ello que cuando el Tano me dijo: “Estoy jodido, Juli” , me sorprendí menos de lo esperado. Otra falsa alarma, pensé.

Ya me había pasado varias veces.  Somos un grupo inseparable de cinco amigos que venimos juntos, no de la secundaria, ni de la primaria, ni siquiera del Jardín de infantes, no. Los cinco venimos juntos desde la misma cuadra, salvo –justamente- el Tano, que vivía a la vuelta, pero en la misma manzana. Esto quiere decir que no hubo momento en nuestras vidas en los que recordemos no conocernos.
Marcelo, Ale, Víctor, el Tano y yo, Julián. Nuestras familias nos conocen y sienten como propios a cada uno de nosotros y mantuvimos códigos inquebrantables durante todos estos años que, creo, fueron los que hicieron fuerte nuestra amistad. (Víctor estuvo enamorado de la hermana de Ale , Viviana, toda su vida, pero no solo no le dijo nada nunca  a ella. Tampoco se lo dijo a Ale, por miedo a que lo tomé mal y se enoje. Tuvo que tomar la iniciativa Viviana, un verano saliendo de la playa, para que todo se sepa. Así y todo, Víctor estuvo como un mes pasando parte de enfermo porque no sabía cómo encararlo a Ale. Hoy tienen tres hijos divinos y viven casa de por medio con Ale.)
¿A qué viene esto? A que no una sino muchas veces pensé: ¿Quién de nosotros será el primero? ¿Cómo? ¿Cuándo? Y ahí mi cabeza se disparaba en accidentes, enfermedades, asesinatos y otras tragedias. A veces con un nombre, otras con otro.
Estoy jodido, me dijo el Tano.
Me contó que tenía lo mismo que había tenido el padre. “La papa, Julián”, me dijo. “La papa”, repitió.
Recuerdo haberlo abrazado, mientras lloraba en mi hombro. Hice un esfuerzo por no acompañarlo en el llanto, pensando que eso lo tranquilizaría y le dije: Dejate de joder, Tano ¿¡sabés como avanzaron las cosas!? Algo se le va a ocurrir a los médicos, quedáte tranqui, Tanito. Lo acaricié en la mejilla mojada. Me sonrió. No Julián, no. Ya averigüe todo, esto no es de ahora.
Lo frené en seco: Esto es un tema para que lo hablemos todos. Busqué el celular y llamé a los otros tres, alejándome unos pasos, haciéndome el que buscaba mejor señal, y quedé en una hora, donde siempre.
Entramos al café con la cara que las circunstancias imponían.
Walter, el mozo, lo advirtió y evitó el chiste de bienvenida.
El Tano nos contó que hacía más de un año que se sentía mal. Que  los médicos le dijeron primero una cosa y luego otra…y otra. Hasta que hace seis meses se lo dijeron. Ya no había tiempo para disfraces.  Tenés esto. Hay que hacer esto y lo otro.
El Tano tomó la taza, bebió un sorbo y nos miró. Ese es el tema, chicos: No voy a hacer un carajo.
Nos miramos sin entender.
Si, no voy a hacer un carajo. NO voy a hacerme rayos, ni quimio, ni una mierda. Yo vi lo que le pasó a mi viejo. No quiero eso para mí. Tengo una ventaja: Mis padres murieron. No tengo hermanos. Y este Tanito lindo está bien solterito.
Nos volvimos a mirar. Era la estricta verdad. Los padres del Tano habían venido muy jóvenes de Italia y no tenían a ningún familiar (al menos que el Tano conozca) aquí. El Tano estaba solo. O mejor, dicho, no, no estaba solo: Nos tenía a nosotros.
De más está decir que intentamos de todas maneras convencerlo de hacerle caso a  los médicos, que las drogas no son lo que eran, que esto , que lo otro. En vano. El Tano era más terco que una mula.
Nos contó que los médicos le daban, a todo trapo, seis meses.
Víctor suspiró cerca del llanto.
¿Y que querés que hagamos, Tanito? , preguntó Ale.
Nada. Nada de nada. No puedo pedir nada más que lo que ustedes hicieron por mi toda mi vida. Fueron los hermanos que no tuve. Sus padres me orientaron y cuidaron como  si fuesen los míos. Pasé tardes enteras en las casas de ustedes cuándo mis viejos estaban en la mala. ¿Se acuerdan? Estudiamos juntos, salimos con chicas, viajamos –no mucho- pero viajamos… ¿Qué mas puedo pedir, muchachos? No quiero que hagan nada diferente. Y pareció que subrayaba la palabra diferente..
Y hablando de no hacer nada diferente , -miró la hora- son las ocho y media , hora de irnos a casita.
Nos fuimos, cada uno para cada lado, como siempre, aunque a mí me pareció que queríamos quedarnos a solas, sin el Tano, para hablarlo entre los cuatro. Sin embargo, nos fuimos a casa. Yo con un nudo en la garganta y la tristeza de tener la respuesta a la pregunta que tantas veces me había hecho: ¿Quién de nosotros será el primero?



En esos seis meses el Tano se vino abajo como por un tobogán. Víctor recibió un llamado del médico pidiéndole, por favor, que lo convenzamos al Tano de iniciar el tratamiento, y así lo hicimos, pero nos encontramos con un Tano firme que nos dijo: ¿Qué hablamos en el café, muchachos?
Adelgazó, comenzó con una tos persistente y molesta y el color de su piel lo decía todo. Una tarde no vino al café. Lo llamamos a Ale y le dijimos: ¿No lo pasás a buscar al Tano de pasada? No pasaron ni quince minutos y Ale nos dice que salgamos para la casa del Tano.
En su debilidad, se había pegado un porrazo saliendo de la ducha y no había podido levantarse. Ale lo encontró, tirado, muerto de frio y avergonzado. Desde ese día, cada uno de nosotros tiene una llave de la casa del Tano y, con cualquier excusa, nos damos una vuelta durante el día , en un riguroso y descontracturado desorden. A veces Marcelo pasaba a mitad de mañana a tomar mates (Al Tano en la empresa le habían dado vacaciones pagas por tiempo indeterminado hasta que se reponga...), otras veces pasaba yo después de comer, otras Víctor tras la cena, siempre con alguna excusa que el Tano, en su bondad, nunca pretendió desmontar.






Al cuarto mes, en el café, el Tano nos sorprendió con un pedido: Chicos, nos dijo, ¿saben qué? Hace mucho que no nado y me quiero dar un gusto.
Le teníamos prohibido expresiones del tipo: “Quiero darme tal gusto antes que…” , de manera que el Tano dejo todo allí.
¿Nadar? ¿Dónde?, dijo Víctor.
¿Dónde?  ¿Dónde va  a ser, Víctor? ¡En la playa, en el mar!





El pronóstico había dicho que el sábado estaría lindo y –al menos esta vez- acertó: Una brisa casi inexistente, el cielo despejado y unos veinte grados de máxima, pintaban el día ideal.
El Tano había elegido una playa del Sur, a la que solíamos ir cuando éramos niños bien niños. En la adolescencia, por aquello de las modas, habíamos elegido ir a un balneario del Norte, aunque creo que todos nosotros siempre preferimos , esta, la del Sur.
Era una playa amplia con médanos cubiertos de garras de león, con sus flores lilas. Un viejo muelle  de madera que alguna vez fue blanco, era la única seña de humanidad en aquella playa en aquel octubre.


Nos sentamos en el médano, con el sol de la mañana en nuestras frentes, suave y tibio. Víctor había llevado el equipo de mate y empezó con la ceremonia mientras el Tano se sacó la remera y nos sorprendió con su delgadez. Nadie dijo ni mu.
El Tano infló su pecho, cerró los ojos, mirando al mar y dijo:”Esto es vida”, sonriéndonos.
Trabajosamente comenzó a bajar el médano, hacia el mar. ¿Querés que te acompañe, Tanito? , dijo Ale. No, Papi, gracias.
Nos quedamos sentados en hilera, mirando como el Tano enfilaba hacia el mar, despacio, sin ganas siquiera de tomar un mate.
Al llegar al agua, el Tano se mojó un pie como tanteando la temperatura. Estaría a unos cien metros de nosotros. Se dio vuelta y me pareció verlo sonreír, como tantas veces. Comenzó a caminar, con las pequeñas olas golpeándolo suavemente. Unos pasos más allá, el Tano se zambulló debajo de una ola no tan pequeña. Su cabeza salió unos metros más adelante.
Comenzó con un braceo lento pero persistente. El Tano era un buen nadador.
Creo que nos dimos cuenta casi a la vez. Víctor dejó caer una lagrimas como entendiendo y, cuando Ale intentó salir corriendo, lo frenó, sentándolo con sus manos enormes y lo abrazó. Marcelo puchereaba con el mate frío en las manos. Yo lamenté no tener más uñas que mis diez.
¿Quién iba a imaginar que el Tano haría aquello? ¿Quién imaginaria que la vez que fuimos a la escribanía no era para firmar un poder sino la escritura de su casa que puso a nuestro nombre?
¿Quién iba a suponer que el Tano pagaría cada una de sus deudas y que pagase algunos meses por adelantado de otras? ¿Cómo siquiera pensar que el Tano, sin más, hubiese decidido dejar de ser, y esfumarse ante nuestra vista, en aquel mar, aquella tarde de octubre?
Lo miramos nadar hasta que el verde del mar desapareció entre nuestras lagrimas. 

Víctor guardó el mate, nos paramos y, sin siquiera haberlo discutido, nos fuimos a su casa.

Ale tomó su llave y entró. La casa estaba impecable ,impregnada de una fragancia a jazmines que provenía del florero sobre la mesita del teléfono.
En la mesa había cuatro cartas con los nombres de cada uno y otra que decía: Chicos.    
Marcelo la abrió. El Tano nos agradecía todos aquellos años. Nos decía que si volviese a vivir, desearía tenernos a nosotros como amigos, como única condición. Nos contaba de la casa. Y de su decisión. Nos liberaba de culpas. Y terminaba con un consejo:
“Si alguien, la policía, o quien fuese, les pregunta si saben algo de mí, ustedes les dicen :¿El Tano? Ni idea, creo que viajó.
Nos pareció escucharlo reír tras la puerta de la cocina.

Leímos, cada uno, en silencio, nuestra carta. Lloramos un buen rato. 
Y a eso de las ocho y media nos fuimos a casa.