La miraba constantemente. Sin
levantar la cabeza, apenas desviando la mirada, que pasaba a través del fibrón
rojo y las biromes que tenía en su lapicero, apoyado encima de su computadora.
Era una mirada subrepticia, clandestina. Varios metros mas allá estaba ella.
Eran compañeros de trabajo, en la oficina de la multinacional del quinto piso
de la Avenida Belgrano. Los dos trabajaban en el mismo sector: Relaciones
Comerciales. Un nombre demasiado vago para algo bastante sencillo: debían recibir
los distintos pedidos –generalmente vía mail- y derivarlos al área respectiva.
La oficina estaba organizada en
la típica distribución americana en boxes separados por paneles de color bordó.
Ante la crítica recibida por las empresas de seguridad laboral de mantener a sus empleados en boxes
tipo hámsteres, se había decidido que los paneles separadores no superasen el
metro de altura, de modo que él la podía mirar casi sin obstáculos.
Su pelo era
lacio de un color castaño que siempre
brillaba. Sus ojos eran de un marrón oscuro como la noche sin luna. Su boca,
aunque de labios delgados, era delicada y dejaba entrever unos dientes blanquísimos.
Esto pasaba muy seguido, ya que Helena –así se llamaba- casi siempre sonreía. Vestía
casi siempre pantalones que resaltaban
sus largas piernas y la única vez que había vestido una falda, éste había sido
el comentario obligado entre el plantel masculino.
Helena era la mujer más
pretendida de la oficina. Sin compromisos
conocidos, con treinta años, profesional –había terminado abogacía hacia muy
poco - , vivía sola en un departamento del centro luego de haber dejado su
ciudad natal, La Plata. Se comentaba que el Gerente General, un mexicano
arrogante, la había cortejado sin éxito.
El hombre que la miraba entre lápices
se llama Martín. Tenía treinta y dos años y venia de una dolorosa separación, una
relación de cinco años de la que se alegraba de no haber tenido hijos. Era economista recibido con honores en la
UBA y aguardaba pacientemente un ascenso en la empresa.
Fueron varios meses los que
pasaron sin que se dirigieran palabra. Finalmente, coincidieron en el ascensor,
a solas. Luego de unos minutos de incomodo silencio, él se decidió y le arrojó
un tímido: Hola, soy Martín, trabajamos juntos. Ella apenas giró la cabeza y le
respondió con un brevísimo: Hola, soy Helena.
En el camino a su casa, Martín pensó
y repensó varias veces ese escuálido dialogo y concluyó: No me dio ni bola.
Nunca volvieron a hablar y, pese a cruzarse varias veces, ella jamás lo saludó.
Varias semanas después, al llegar,
bien temprano y comenzar con la rutina de encender la computadora, abrir los
mails, sacar algunos objetos de los cajones y servirse el primero de los muchos
cafés que vendrían, notó algo: Helena no estaba.
No dejó de mirar hacia el box
vacío durante toda la mañana. Estará de vacaciones ,pensó.
Al mediodía aprovechó el corte
para almorzar y le preguntó a un compañero, como al pasar: ¿Sabés algo de Helena? Su compañero le contestó que el fin de semana se había descompuesto y
que había ido a la clínica y la habían dejado internada. La vesícula o algo así,
le dijo el colorado de “Ventas”, mientras intentaba empujar con un poco de agua
un mordisco brutal que le había dado a su sandwich, segundos antes. ¿Sabés en
que Clínica está? No, le dijo el colorado, que se golpeaba el pecho y respiraba
profundo. Pero, el flaco sabe. El flaco era Franklin Caicedo, un ejecutivo
dominicano que trabajaba en su sector.
Lo buscó entre las mesas y lo
encontró en un rincón, hojeando un diario de ayer.
Franklin, ¿sabes dónde está
internada Helena? El flaco le dio la dirección de una clínica a pocas cuadras
de la empresa.
A la salida del trabajo, canceló
el turno en el oculista y fue para la clínica. Antes de entrar compró un ramo
de unas fresias radiantes de color y de aroma.
Al llegar al puesto de informes
se dio cuenta que no sabía su apellido. Se acercó al joven de seguridad y le
explicó: vengo a ver a una amiga que esta internada y ¿podés creer que no me
acuerdo el apellido? ¡Deben ser los nervios! Martín era un tipo simpático. Y la
gente respondía a su simpatía –generalmente- con amabilidad. Este fue uno de
esos casos. Buscaron entre varias planillas hasta encontrarla. Está en terapia
intensiva, le dijo. ¿En terapia intensiva?, se sorprendió Martín. Si, entró por
una pavadita, le dijo el joven. Pero se complicó bastante…mientras dijo esto
agitó su mano abierta y elevó sus cejas.
Martín le dijo que solo quería dejarle
las flores. Y que –por favor- no le dijese quien se las había dejado.
Helena estuvo internada casi tres
meses. Un virus extrañísimo la atacó sin piedad.
Martín adquirió la rutina de
salir del trabajo, ir a comprar un ramito de fresias –una vez no consiguió fresias
y las reemplazó por margaritas- e ir a la clínica. Hizo esto incluso sábados y domingos. Se hicieron casi amigos con
el joven de seguridad, que se llamaba Fernando, y mantuvo siempre en secreto
quien era el que dejaba las flores.
Una mañana, esperando el ascensor,
la vio venir, radiante, como aquellas fresias,nuevamente. Se paró junto a él, subieron al ascensor y
bajaron en el quinto piso.
Helena no lo saludó y él, de una
extraña manera, se alegró de que las cosas hayan vuelto a la normalidad.