Una mañana cualquiera.
Una joven de pelo blanco caminaba por la vereda. Era albina. Sus cejas de hielo apenas asoman debajo del gorro tejido y sus
manos, enfundadas en unos mitones color ocre, se balanceaban rítmicamente. La vereda estaba
mojada. Una señora con pollera larga y botas amarillas, echaba baldes y
empujaba el agua hasta el cordón, en movimientos frenéticos de la escoba.
Dos palomas y enseguida una tercera, observaban todo desde
una rama del plátano con solo unas pocas hojas testarudas. El otoño había llegado,
puntual.
En el café de la esquina las mesas estaban completas. El
abogado leyendo el diario. Dos oficinistas reían. En el rincón, una joven de
ceño fruncido y ojos llorosos , se prometía no llorar más a su novio infiel.
Parecía una mañana normal sino fuese que era la última para mi.
Caminé desde mi departamento hacia el trabajo, me cruce con
la muchacha albina, esquivé los baldes de agua de la señora de botas amarillas.
Vi cuando una hoja caía. Miré hacia el café y solo vi, a través del vidrio que
reflejaba el sol de la mañana, a la chica de los ojos de llanto.
El auto me golpeó en mi pierna. Un ruido a rama quebrada, ningún
dolor. Silencio. La gente se arremolina moviendo sus bocas de las cuales no escapa sonido. Otra hoja cae
y en el cielo creo ver pasar a una paloma. La chica de los ojos que sufren se
para a mi lado y deja caer más lágrimas. Dos enfermeros se acercan, presurosos.
Me colocan en una camilla y me suben a una ambulancia. Una persona les da mi teléfono, que había caído a la calle. En la ambulancia, una señorita con lentes de vidrios gruesos, me coloca una máscara
y pasa por mi boca un lienzo blanco que retira rojo.
En el hospital controlan mi pulso. El Dr. menea la cabeza y
apoya mi mano en la camilla. La enfermera de lentes me cierra los ojos.
Pienso en gente querida. Me hubiese gustado que las cosas
fuesen de otro modo. Darle un beso último a mis hijos. Decirle a esa mujer que
la quise. Acariciar a mis perros. Quizás leer por enésima vez- esta vez no habrá
otra- el libro de tapas duras color verde. Mirar la foto de mi padre ido, como
cada mañana. Escuchar esa canción. Poner en mi boca la taza con el sabor del
café.
Me hubiese gustado perdonar más. Y que me perdonen.
Ya no hay tiempo para reír.
¿De cuantas cosas me olvido?
Cuando la enfermera cierra la puerta, creo respirar por última
vez.