Cuando lo vimos entrar a Raúl por
la puerta de “El Imperial” fue como ver a un fantasma. Nos miramos, los supervivientes de la mesa de cada tarde, sin entender demasiado.
Pero era él.
Era Raúl.
Nos paramos casi al unísono,
Fito, El Flaco, Carlos y yo y formamos una pequeña fila en la que cada uno
esperaba su turno para abrazar a nuestro
amigo pródigo, para establecer un paralelo bíblico con este amigo al que no
veíamos desde hacía más de un año –
“exactamente catorce meses y veinte días”, diría un rato después el Flaco, al
que le encantaban los números.- y que , de repente, y sin haber dado señales de
vida , ni razón alguna de su desaparición, apareció por la puerta de “El
Imperial”.
Y no era porque no lo hubiésemos buscado, no. Lo llamamos, le dejamos
mensajes, nos fuimos hasta su departamento…
La vez que fuimos hasta su
departamento del tercero efe de la calle Paraguay, -recuerdo que fuimos junto
con Carlos, esperando lo peor :”para mi Raulito se quedó seco o se patinó en la
ducha o… “, elucubraba en el camino Carlos- Raúl no nos abrió la puerta, nos dijo que
estaba bien y que vayamos tranquilos , que ya nos explicaría…
De eso hacía ya unos diez meses. No supimos nada hasta hoy.
Después de la ronda de abrazos y besos, nos sentamos
a escuchar a Raúl.
Y oímos de boca de Raúl la
historia que nunca pensamos que nos contaría.
Pero antes habría que hacer una
pequeña reseña de cuál era la situación de Raúl hace, digamos, un año y medio
atrás, más o menos. Raúl había estado casado, tenía una hija adolescente y se
había separado en condiciones de guerra nuclear. Había pasado por tribunales
una y otra vez, lo que había reducido a cenizas la ya mala relación con su ex.
En medio de todo se mezcló la relación
con su hija que tomo decidida parte por su madre y a la que no veía desde hacia un buen tiempo atrás. Todo ello había redundado en
un Raúl que se había declarado – y así lo habíamos escuchado en infinidad de
tardes en “El Imperial” - : “Mujeres Free”. Como un aceite sin grasas trans , una galletita sin sal o
un postre sin azúcar. Cuando Raúl se declaraba “libre de mujeres” , hablaba ,
claramente, de aquellas mujeres que le supusiesen el menor compromiso
sentimental. De modo que en Raúl, el término mujeres se había reducido a un claro y único sentido: el sexual. Y
fue así como vimos a un Raúl depredador
-facha no le faltaba- de mujeres. A su facha le sumaba simpatía y a su
simpatía un interesante trasfondo cultural que le venía de familia: su padre
había sido un eminente cirujano, su
madre era -Doña Dora, que aún vivía-
una maestra ya retirada , pero la persona a la que Raúl consideraba su faro intelectual,
sin dudas , era su abuelo Cosme. Él le había franqueado las puertas de una
biblioteca inmensa y variada en la que el pequeño Raúl había protagonizado
infinitos viajes por selvas peligrosas, mares abismales y amores a pruebas de
todo. Raúl creció sentado contra una pared, con un libro sobre sus piernas.
Y ese era el Raúl que conocimos
hasta su desaparición: citas incontables con mujeres hermosas con la que
construía brevísimas relaciones de las que, invariablemente, escapaba.
Es por eso que nos llamó tanto la
atención la historia que nos contó Raúl, el día de su regreso.
Raúl nos contó de una mañana en
la que vino a desayunar a “El Imperial”. Él, además de la mesa de las tardes,
solía venir alguna mañana a hacer tiempo mientras se le hacia la hora de encontrarse
con algún cliente en el centro.
Esa mañana, recuerda Raúl, es
inolvidable para él porque era la mañana posterior al día en el que el equipo
de sus amores había salido campeón después de treinta años. Estaba en la
barra, con el diario en sus manos, leyendo la primera plana, cuando escuchó que
Lala (nunca supimos su nombre), la joven que se encargaba por las mañanas de la
cafetera, le acercó su pedido y , mientras apoyaba el pocillo sobre el mármol,
le dijo: ¿Vos no te das cuenta que me gustás mucho, Raúl?
Si esa pregunta se la hubiesen
hecho a cualquier mortal, seguramente se hubiese sorprendido y hubiese
comenzado un tortuoso tartamudear o, lo que es peor, una sonora mudez. Pero se
la hicieron a Raúl, el depredador, que dejó el diario a un costado, acomodó su
mejor sonrisa, la miro, fijo, a los ojos, y le dijo:”Si, claro”.
Y así fue como, sin que Raúl se
lo contase a nadie , hasta esta tarde, comenzó la historia de Raúl y Lala.
El hecho de que ella trabajase en
“El Imperial” que era el templo de nuestros encuentros, lo decidió a hacer
clandestina aquella relación: él no podía permitirse que, por una calentura
suya, tuviesen que mudarse en masa a otro café o mantener una situación de
tirantez con una ex allí dentro.
Comenzaron a verse como solía
hacer Raúl: una vez o a lo sumo dos por semana. Siempre en su departamento. El
nunca la llamaba, tal su costumbre con las mujeres que lo llenaban de mensajes
y llamadas, e, incluso, dejó de ir a desayunar a “El Imperial”.
Lala, que tenia algunos años
menos que él, había comenzado aquella relación prevenida de lo que era Raúl.
¿Quién no conocía de sus hazañas? ¿Quién podía sorprenderse, conociéndolo?
Nadie. Pero aquello era teoría. Lala, en la práctica, se enamoró perdidamente
de él. Se le volcaba el café. Te hacia un cortado cuando era café solo. Y era
inútil pedirle una lágrima. Vivía pensando en él. Esperaba verlo las escasas
noches en que se encontraban en su departamento y vivía allí momentos como
nunca había vivido. Llegó incluso a correr al baño con cualquier excusa, a llorar de
lo tanto que sentía por aquel hombre. Lala se medía en sus expresiones. No era
una niña y no quería golpearse. Pero le resultaba inevitable sentirse en la más
fuerte de las fortalezas, allí donde nada malo podía pasarle, cuando él la abrazaba.
Fue a los dos meses , más o menos, de comenzar
aquella relación, cuando Raúl se
encontró una tarde , solo, caminando por la costanera , con un sol que lo
entibiaba y el mar que parecía liso como cemento , que sintió algo que no había esperado sentir, algo de lo que
creía haberse curado: extrañaba a Lala. Deseaba estar con ella, besarla,
cocinarle, leerle alguno de los libros del viejo Cosme, mientras ella se hacia
la dormida en su pecho. Raúl se dio cuenta que lo deseaba mucho. Que ya no
quería esperar tres días para volver a verla.
Tomó su celular, lo sostuvo en su
mano. Lo volvió a guardar en su abrigo.
En “El Imperial” estábamos
absortos. Era un Raúl desconocido. Un Raúl mucho más débil, más sincero, más
humano. ¿Dónde había quedado el “Mujeres Free”? ¿Que había sido del impiadoso
depredador?
Los cafés se habían enfriado, sin
que nadie los haya tocado. Y en el Gancia del Flaco los hielos se habían
derretido y también estaba sin tocar. Miramos a Raúl. Siguió.
Y Raúl nos contó que había vivido
unos meses hermosos junto a Lala. Que se veían todos los días, a toda hora. Que
hacían el amor como nunca antes. “¿Sabes que nunca sentí algo así, lo sabes
¿no?? Le había dicho muchas veces ella. Raúl sonreía y decía:”Si, Lala, lo sé”.
Y, entonces, de golpe, Raúl se
quedó callado. Y, nos pareció, había quebrado su voz en la última frase que
llegó a decir: “Hasta que una tarde , encontré la carta”
Esperamos unos minutos,
haciéndonos los giles. Raúl no podía llorar.
Una tarde llegué a casa –el insistía
en llamar casa a su departamento- y encontré la carta. En ella Lala me decía
que se iba a su ciudad. (Era de San Martín de Los Andes). Que no la busque ni la llame. Que
había vivido meses increíbles, pero que se había dado cuenta que yo arrastraba
aun miedos que me hacían lejano, infranqueable. En la carta me preguntaba
cuantas veces yo le había dicho que la amaba. Ninguna. Y me dijo que ella me lo
había dicho cientos, miles de veces. Me dice, en la carta, que ya no quería medirse.
Que ya no quería ser cautelosa en el amor. Que quería dar todo y sin medida.
Pero que necesitaba estar con alguien igual de inconsciente, igual de
expresivo. Me pide disculpas. Me dice que, quizás, mejor dicho que, seguramente
nunca vuelva a sentir lo mismo que sintió por mí. Pero que no quiere sufrir, no quiere estar en la eterna espera
de palabras que no llegan. "Se que valiente seria quedarse ", me escribe, " pero me acobarda el dolor".
Raúl estiró el brazo y llamó a
Walter que aun no lo había visto… ¡Raúl! ¡Qué hacés, loquito, Tanto tiempo! El mozo largó la
bandeja y lo abrazó, mientras una señora enojada intentaba llamarlo, en vano.
Trame lo de siempre, Walterio, le
dijo.
Raúl se tomó su whisky con dos
hielos, saboreandolo despacio, tranquilo, mientras nosotros desesperábamos.
¿Y? , le dijo Fito.
¿Y? ¿Qué pasó? ¿No me digas que
termina ahí?
No, chicos, si hubiese terminado
ahí, hubiese venido hace cuatro meses…
Cuando se fue, me di cuenta de
cuanta razón tenía. ¿Entienden? Me di
cuenta que todo lo que decía en la carta era verdad. No TODA la verdad, claro.
Yo también tengo la mía. Pero también me di cuenta que no importa nada de nada
cual es mi verdad. Ella tiene la suya, tiene sus sentimientos, sus cosas
hermosas y las no tanto. Tiene su debe y su haber. Y no tiene ningún sentido
intentar convencerla de nada. Yo sé lo que hice por ella, por su amor. La ame
como a nadie. Deje de hacer cosas que hacía, para estar con ella. Pero no con pesar,
sino con placer. Le gustaba mi comida ¿saben? Y yo , un principiante, le
cocinaba con pasión. Yo sabía cuando algo no me salía tan bien, y la amaba
cuando me decía lo rico que estaba todo, en la más tierna de las mentiras.
Le leí algunas líneas que nunca
olvidará. Ni yo. Escuchamos juntos canciones que seguirán doliéndome cuando las escuche. Cada vez. Y creo que a ella. Posiblemente no le haya dado lo que ella esperaba,
pero le di todo lo que tenia de mi. Todo.
Y lloré mucho, chicos. Estos
últimos cuatro meses lloré más que nunca antes en mi vida.
Carlos puchereaba. El Flaco se
hacia el boludo haciéndose él que revolvía hielos ya derretidos.
Yo le pregunté: “¿¿¿No la
llamaste???
No, me dijo. No tiene sentido. No
podes convencer a nadie para que te ame.
Sos un pelotudo, Raúl, le dije.
Le expliqué que debía llamarla, pelear por ella y todas las convenciones que
uno puede imaginar, pero, la verdad, mientras lo decía, sentía que lo que me
había dicho Raúl, mi amigo, era absolutamente cierto: No podes convencer a
nadie para que te ame.
Y Raúl nos terminó diciendo que,
una mañana, en el noticiero, escuchó que se festejaba el aniversario de que su
equipo había salido campeón. Y él se dio cuenta que ese seria un día que no
podría olvidar nunca, nunca en su vida, por más que quisiese. Nunca podría
olvidar el día en que su equipo salió campeón , por una sencilla razón: ¿Cómo hacer para olvidar ese día, el día en el que Lala, la mujer que mas habría de amar en su vida,
le había dicho: ¿Vos no te das cuenta que me gustás mucho, Raúl??
Candy
Candy